martes, 24 de noviembre de 2015

Eutanasia - El despenador - Sa accabadora

El despenador - Sa accabadora


El derecho a una buena muerte es un tema controvertido y difícil, como todos los que rozan ese aspecto tan inexplicable como definitivo de nuestra existencia. La eutanasia está prohibida en casi todo el mundo con algunas excepciones como Suiza y uno de sus promotores, el médico norteamericano J. Kevorkian, acabó sentenciado a 25 años de cárcel por ayudar a sus pacientes en suicidios asistidos. Entre su lema “morir no es un crimen”, la acusación de “matar a los pacientes” y su intención de “evitarles sufrimiento innecesario” se desarrolló el proceso judicial que terminó en la condena.


Algunas horas de primavera, 2012, Francia, 108 min., película dirigida por Stéphan Brizé con Vincent Lindon y Hélène Vincent en los protagónicos, trata el tema con naturalidad y sin golpes bajos.

Yendo más atrás en el tiempo, la figura de un miembro de la comunidad que ayudaba a acortar agonías innecesarias está presente en numerosas culturas y sus servicios se han usado hasta tiempos no muy  lejanos, digamos mitad del Siglo XX.
En Cerdeña, Sa acabadora (la acabadora) generalmente era una mujer, la misma que oficiaba de partera, que “equilibraba sus tareas entre ayudar a entrar y a salir" a la gente de este mundo.
En el norte de Portugal, en Galicia y en Murcia el investigador Fermín Bouza-Bref encontró tradiciones literarias, leyendas y romances que referían a la práctica de la eutanasia con ancianos. Los salutaores de Murcia, son los equivalentes a las accabadoras sardas. Las prácticas se realizaban no sólo con ancianos sino también con niños, como se hacía en la antigua Grecia.
Hay actas del Cabildo de Murcia otorgando licencia a algún salutaor, hacia el año 1697, para que “libremente pueda incurrir en saludar sin pena alguna y se le dé testimonio”. Lo que confirma que las autoridades civiles y eclesiásticas estaban al tanto y regulaban esta labor, realizada entre los márgenes de lo moral y lo lícito.

En nuestra América a tal personaje se lo denominó: el despenador. Numerosas referencias literarias lo incluyen, generalmente centradas en comunidades indígenas, pero llegan mucho más allá.  Las zonas van desde Perú hasta el sur de Argentina y Chile.
Lucio V. Mansilla los cita en sus obras y María Rosa Lojo, en sus Historias ocultas de la Recoleta, da cuenta de la solicitud de  los servicios de un despenador por parte de una de las familias cercanas a Rosas, para que el pobre Pascacio “no siguiera padeciendo, ni vivo ni muerto como estaba.”
El investigador puntano Vicente Orlando Agüero ha estudiado y recogido testimonios de las prácticas de los despenadores en la zona de Malargüe, al sur de la Provincia de Mendoza.

De modo que la figura de la acabadora, el salutador o el despenador podrá ser verdadera o fantástica, aceptada o negada; pero su presencia, al menos literaria, es indudable. En la próxima entrada incluiré una lista de cuentos y novelas que los tienen como protagonistas y publicaré un cuento del peruano Ventura García Calderón: El despenador.
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martes, 17 de noviembre de 2015

Temas de todos los tiempos 1 - Pechos de miel

 
Muchacha pechos de miel,
no corras más. Quédate hasta el día.
Cuando Almendra estrenó Muchacha ojos de papel ese verso quedó en nuestros oídos como si ya hubiera estado allí desde el fondo de la historia. Era en junio de 1969 y el Flaco Spinetta había dedicado la canción a su novia, Cristina, hija del encargado del edificio donde vivía Emilio del Guercio, otro integrante de la banda. Aquella musa inspiradora es el alma de la canción: ella le hizo cambiar el original “senos” por el voluptuoso “pechos” porque “le sonaba a publicidad de corpiños.” Su fina intuición, lo supiera o no, la llevó a decidirse por un tema literario que está presente en versos de todos los tiempos.

Ay chiquita, pero acábame de criar
tus pechos cántaros de miel, como reververellan,
como reververellan, tus pechos cántaros de miel

Los hermanos Mejía Godoy, músicos nicaragüenses, tuvieron un éxito muy grande con esta pegadiza canción -Son tus perjúmenes, mujer- con la que en 1977 hicieron bailar a todos los países del Caribe y a España también. La letra juega con la lengua incorporando palabras inexistentes pero que se llenan de sentido y no necesitan más explicaciones. Una maravilla en la que el verso de los pechos está amplificado por el cántaro, como corresponde al trópico donde nació.

Yo soy la madre de doña Rosita
y quiero que se case,
porque ya tiene dos pechitos
como dos naranjitas
y un culito
como un quesito,
y una urraquita
que le canta y le grita.

Federico García Lorca, Retablillo de don Cristóbal, (1931)


La asociación erótica del cuerpo con olores, perfumes y alimentos, es decir la reunión de varias fuentes de placer, es un clásico de la literatura.
Pasa por García Lorca y yendo más atrás, llega hasta… ¡el Antiguo Testamento!

En El cantar de los cantares hay numerosas evocaciones, dieciocho al menos, del disfrute de las fragancias y los perfumes. También al sentido del gusto.
Cap 4, vs11. Panal de miel son tus labios, esposa. Miel y leche hay bajo tu lengua. El olor de tus vestidos es como olor procedente del (incienso del) Líbano.
Y los pechos son mencionados muchas veces (siete al menos)
Cap 7, vs 3/4. Tus dos pechos son como dos crías mellizas de gacela.
Id, vs 7/8. Tu porte es como el de una palmera y tus pechos son sus racimos.
Id, 8/9. Y me he dicho: "Subiré a la palmera, y cogeré sus racimos; y tus pechos serán para mí como racimos de uva; y tu aliento como si fuera de manzanas.


Sin ánimo alguno de cometer sacrilegio (con el debido respeto, como se estila decir ahora) estoy imaginando que escucho una versión del Cantar con música del Flaco Spinetta o con una movediza de los Mejía Godoy. Se me hace que hace dos mil años, con una melodía oriental, debe haber evocado cosas similares en sus antiguos oyentes.

Muchacha…, acá:
https://www.youtube.com/watch?v=ftTTBsh06vc
Son tus perjúmenes…, acá:
https://www.youtube.com/watch?v=wM73syhbmGI
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martes, 10 de noviembre de 2015

Antonio Dal Masetto

Antonio Dal Masetto: UN ESCRITOR
Hace unos  pocos días falleció Antonio Dal Masetto. La que sigue es la última colaboración que había mandado a Página12 y fue publicada post mortem en su homenaje.
Por el mismo motivo la pongo aquí y para que se vea cómo el mismo tema de la entrada anterior puede tratarse de manera poética y creativa a la vez. Eso hacen los escritores de oficio: no importa tanto la historia que cuentan sino cómo la cuentan.


In god we trust
Recibo la visita del licenciado Santoro. Acaba de terminar el borrador de una novela, su primer libro. Solicita que le dé una mano en la corrección final. Le digo que eso le costaría cierta cifra. Acepta, me adelanta cien dólares y convenimos en comenzar dentro de una semana. Ando escaso de fondos así que apenas se va me corro hasta la cueva de un fulano del barrio que conozco para convertir los dólares en pesos. El fulano me explica que no puede aceptar el billete porque alguien, con un resaltador, dibujó una aureola como de santo alrededor de la calva de Benjamín Franklin. Esto no lo invalida, pero ocurre que la gente se niega a recibir billetes con marcas. Me dice: “Con los nacionales no hay problema, corre cualquier cosa, pero tratándose de plata extranjera solamente te aceptan billetes impecables”. Entonces me acuerdo que le debo cien dólares al amigo Orlando, lo llamo y le entrego el billete con el San Franklin.

Y ahí se terminaría la historia si no ocurriese que tres días después me tocan timbre y aparece Charles Ontivier, un falso francés que se dedica a vender cuadros falsos, quien viene a pagarme una antiquísima deuda de cien dólares. Es un dinero que había dado por perdido y considero el acontecimiento como extraordinario, sobre todo conociéndolo a Charles. Así que me sorprendo más que mucho y la sorpresa aumenta cuando descubro que el billete con que me paga es el mismo que tres días antes le entregué al amigo Orlando, aquél con Franklin convertido en santo. Inmediatamente disco el número de Orlando y me entero que también él pagó una deuda con esos cien. Le explico lo sucedido y entre los dos nos lanzamos a rastrear el recorrido del billete. Al cabo de algunas horas y numerosos llamados telefónicos llegamos a la conclusión de que el billete pasó exactamente por las manos de doce personas, a cada una de las cuales le debían dólares y que a su vez debía dólares. El último pago le fue efectuado por un abogado de San Isidro a Charles Ontivier, saldando la venta en cuotas de un pequeño Quinquela (falso, según confesión del propio Charles).

De vuelta en mi casa, mientras medito sobre la sorprendente calesita del San Franklin, recibo un llamado del licenciado Santoro quien me dice que anda cerca y necesita verme. Aparece unos minutos después, me informa que lamentablemente debe suspender el proyecto de la corrección del libro, me expone una serie de razones que harían lagrimear el corazón de una piedra y me pide que por favor le devuelva los cien dólares. Meto la mano en el bolsillo y le entrego el billete. El licenciado Santoro me asegura que soy un caballero y se retira.

Quedo nuevamente solo y pienso largamente en esos cien dólares que llegaron y se fueron como una mágica alfombra voladora, que casi no existieron, pero gracias a los cuales doce personas cobraron lo que se les adeudaba o parte de ello, pagaron sus propias deudas o parte de ellas, quedaron en paz con sus almas y recuperaron o conservaron amistades y confianzas. Me devano los sesos con este enigma. Y hay algo más. En esta extensa operación el movimiento no fue en realidad de cien dólares, sino de mil doscientos (lo abonado por los doce deudores). O de dos mil cuatrocientos, si se le suma lo recibido por las mismas personas en su calidad de acreedores. Hice las cuentas lápiz en mano y confío en no haberme equivocado, aunque dudo, no soy bueno para los números. Ya oscureció y sigo reflexionando sobre lo mismo. A las especulaciones y al misterio se ha ido sumando una sensación molesta. Me pregunto: ¿En este ir y venir del billete de cien dólares, finalmente, no habré terminado perdiendo plata?
 
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viernes, 6 de noviembre de 2015

Cómo funciona la economía - Humor


El cuento de hoy circula hace mucho tiempo por la red de modo que, a menos que alguien me muestre lo contrario, podemos considerarlo de autor anónimo. Lo pongo como adelanto de la próxima entrada que será un homenaje a un gran escritor argentino.
 
La   hipotética acción transcurre en un pequeño pueblo costero de cualquier país, con su industria turística y hotelera preparada para lo que pintaba como otra temporada veraniega de buenos ingresos, tan necesarios para mantener sus economías durante el invierno.
Hace un tiempo que la crisis merodea por la zona, pero sus habitantes se las arreglan tomando deudas y viven a base de créditos.
Es plena temporada alta, mes de enero, pero una lluvia torrencial azota hace varios días el lugar manteniendo paralizada toda actividad y las calles parecen un desierto.

Por fortuna, llega un turista ruso con mucho dinero y entra en el primer hotel que encuentra. Pide una habitación. Pone un billete de 100 dólares en la mesa de la recepcionista y se va a ver las variantes que le ofrecen.
El jefe del hotel agarra el billete y sale corriendo a pagar sus deudas con el dueño del supermercado.
Éste toma el billete y va de inmediato a pagar su deuda con el carnicero.
El carnicero sale corriendo para pagar lo que le debe al molino proveedor de alimento balanceado.
El dueño del molino toma el billete al vuelo y va a saldar su deuda con María, la prostituta. En tiempos de crisis, hasta ella ofrece sus servicios a crédito.
La prostituta con el billete en mano sale para el hotel (donde lleva habitualmente a sus clientes) y se lo entrega al dueño a cuenta de su deuda.
En el mismo momento baja el ruso, que acaba de echar un vistazo a las habitaciones, dice que no le convence ninguna, toma el billete y se va.
Nadie ha ganado un mango, pero ahora toda la ciudad vive sin deudas pendientes y mira el futuro… ¡con mucha confianza!
Moraleja: “El dinero será un tótem pero la circulación de la moneda es la base de la economía”.

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domingo, 1 de noviembre de 2015

La tipografía

Un documento chino del año 871 es el impreso más antiguo hallado hasta ahora. Hay intentos posteriores y rudimentarios, pero es natural que esta técnica haya empezado entre quienes dominaban la fabricación de papel.
Las máquinas de imprimir se desarrollaron, en diferentes lugares, más o menos para la misma época (como ocurrió con tantos otros descubrimientos, consecuencia del estado de la tecnología relacionada con ellos) pero, la que Gutemberg creó allá por 1440 ha quedado oficializada como “la primera”. Varias razones avalan ese bien ganado galardón: el invento de los “tipos móviles” (letras), el uso de prensas de rezago originalmente usadas para hacer vino (tarea mucho más exigente) y el éxito fácil de los dos primeros títulos (un misal y la Biblia) elegidos con la clientela asegurada.


Un verdadero mundo aparte -asociado a la imprenta- es el de los tipos y las variantes tipográficas que se fueron desarrollando con el tiempo. Los primeros copiaban los trazos de la caligrafía de los copistas y de allí que se impusieran los “tipos góticos” que hasta mediados del siglo pasado todavía se seguían ensenando en las escuelas primarias de América del sur.
Más adelante se empezaron a incorporar nuevos modelos, variantes que reforzaban cualidades de la escritura resultante de acuerdo a objetivos de facilidad de lectura, elegancia, visibilidad o simplemente el gusto de diseñadores y lectores. Siempre, por supuesto, dentro de los tipos de plomo fundido que usaban los tipógrafos, acomodándolos en planchas o cajas, manualmente y más tarde con la ayuda de una máquina: la linotipo.


Las “impresiones virtuales”, consecuencia de la digitalización de la información y del uso de computadoras, produjeron una explosión del número de “tipos y tamaños”. Estas “fuentes” forman “grupos” y “familias” algunas de las cuales tienen en común modelos originalmente usados en los viejos tiempos de las prensas con tipos móviles de plomo y otros que son fruto exclusivo de la capacidad artística de nuevos diseñadores.
Curiosa y singular, la tipografía ha sido capaz de adaptarse a tiempos y tecnologías, empezando por escribas, calígrafos y copistas; pasando por la imprenta y llegando a los tiempos de la información digital.


Nicholaus Jenson y Claude Garamond en los siglos 15 y 16; W. Caslon, Firmin Didot y John Baskerville en el 18 dejaron marcas que llegan hasta nuestros días.  Stanley Morrison (en colaboración con Victor Lardent) crearon en el 19, para el diario TheTimes, nuestra conocida Times New Roman –en la que se escriben casi todos los artículos de este blog–.
En el S 20, los suizos Eric Gill (Gill y Perpetua) y Max Miedinger con la Helvética de 1957 y el alemán Hermann Zapf con su Palatino serif  de 1948 también hicieron historia. Esta última, elegante y de fácil lectura (es una derivación de la Times) lleva ese nombre en honor de Giovanni Battista Palatino, famoso calígrafo italiano del S 16 que hizo un catálogo de todas las existentes hasta 1540. Las serifas son esos remates en pies o colitas como las de estas “P”, “A” y “V”. Ayudan a la lectura evitando ciertas dudas y, especialmente, dan la ilusión de que hubiera un renglón donde no lo hay.


Vale la pena poner el procesador de texto en la computadora y dar un paseo por las distintas fuentes disponibles. Hay para todos los gustos. Que las disfruten.
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