El coso de al ladoLa primera vez que lo vi estaba parado, durito, en el jardín del vecino. Todavía lucía jovial pero, bien mirado, ya tenía los signos del deterioro. Tomé la costumbre de saludarlo, cada vez que me lo cruzaba cuando subía a la terraza, y el guacho hijo de puta, firme, sonriente, siempre con el sombrero en la mano, ni bola, por supuesto. Al tiempo, me pareció notar que se iba achicando y que la piel se le agrietaba. Claramente se achicaba y enseguida pensé: “Éste no va a durar mucho tiempo”. Y así fue nomás, antes de fin de año tuvo problemas en una pierna y hubo que cortársela.
Por un lado me daba lástima, pero por otro sentía adentro una alegría que me ponía incómodo porque era absurda y ridícula. Para colmo, meses después tuvieron que hacerle otras dos amputaciones y eso precipitó todo. Aunque me da vergüenza confesarlo yo le tenía un resentimiento y una bronca muy grande.
No es para justificarme, pero voy a decir algo de la bronca esa. Es un berrinche que tengo con nuestros ídolos y contra todos los ídolos en general, ¿por qué no? El enojo lo traigo desde la primaria cuando nos encajaban los próceres a presión y yo ya sabía que, por lo menos, Urquiza era contrabandista y Mitre un inepto. Me siento argentino hasta los huesos, menos en esa vocación de mierda de fabricarnos ídolos por todos lados. Ahí creo que está la raíz de muchos de nuestros problemas.
Justo a Gardel le tengo un odio especial, porque hizo hacer un tango para chuparle las medias a Uriburu y lo garpó de su bolsillo. A los tres años, se había vuelto a dar vuelta y cantaba que era “hombre de Leandro Alem". Hay que ser muy hijo de puta… Fue un gran cantor, es cierto… Cuando lo escucho en “Arrabal amargo” y en “Golondrinas” me aflojo, me olvido de los dolores y ahí me doy cuenta que yo también lo quiero. Pero como cantor nada más, no ando diciendo boludeces.
Volviendo al coso de al lado, un día que lo saludo con más sorna que otras veces me da la cana el vecino, el padre de la criatura, Enrique, el escultor. Me dijo que le parecía haberme escuchado en otra ocasión, pero no estaba seguro y no lo podía creer. Le hablé de mi entripado con los ídolos y con Gardel en especial. Primero nos cagamos de risa juntos y después me contó, desde el principio, la historia del Gardel de jabón que tenía en el patio.
La obra se la auspició Jabón Federal que le dio un bloque macizo, de ese amarillo para lavar, pesaba dos toneladas y tenía dos metros y medio de altura. Con eso él hizo al morocho de cuerpo entero, con esa pinta que tenía o más pintón todavía, diría yo. Me dijo que, recién hecho, el color ámbar del jabón le daba un toque mucho más real que si hubiera sido de cera o de bronce.
Al traerlo de vuelta de la exposición como no entraba en ningún lado, lo tuvo que dejar en el jardín a merced de los inviernos lluviosos y del impiadoso sol del verano.
Cuando yo lo conocí conservaba su prestancia, el hollín lo había oscurecido un poco, pero todavía te dejaba mudo. Al saludo le agregué un reproche por lo del 30 que me parece que me dolía más a mí que a él. Una tarde, en que andaba atravesado, para descargarme, le dije ¿Por qué no le cantás a Uriburu ahora? Y fue fatal porque en el mismo momento la sonrisa se le ladeó un poco y a mí también se me movió algo adentro.
Ya nunca volvió a ser el mismo después que le cortó la zurda y lo apuntaló con una rama de álamo. No fue el olvido sino la intemperie la causa de su derrumbe. Un sábado, entre varios, lo metimos, acostado, bajo la galería y Enrique le sacó, ceremoniosamente, la otra pierna que la lluvia había dejado a la miseria.
Después nos comimos un asado.
Reconozco que mi matete con los ídolos es medio contradictorio, yo mismo le pedí uno de los pedazos que, con el tiempo, le fue cortando. Una parte la usamos en casa para lavar, pero a la mano la guardé como recuerdo. Todos los vecinos ligaron algo, el sombrero, al que muchos le teníamos ganas se lo dio a una alumna que era su preferida.
Lo que fue impresionante fue que en el medio del asado uno le dijo a Enrique “Sacále lo que quieras pero la cabeza no se la toqués.” Y todos estuvimos de acuerdo, Enrique el primero. Después él se mudó y vino otro escultor, ya vamos por el cuarto, a ocupar la “casa de los escultores”. Y Carlitos sigue allí, en un nicho de la pared junto con unos angelitos funerarios, un busto de Sarmiento, cruces aladas y dos Venus de yeso que deben haber sido hechas en molde. Está cada vez más chico, deteriorado y reseco, pero no se entrega. A veces me parece que lo oigo cantar. Y tengo cada vez más ganas de perdonarlo.
FT abril 2011
El autor de la ilustración es José Muñoz.