La
obsesión por la belleza
La rana que
quería ser una rana auténtica, 1969, Augusto Monterroso
La inmolación
por la belleza, 1970, Marco Denevi
Clases de
gimnasia, 1996,
Ana María Shua
Los
cuentos de hoy, tan cortos y distintos, tienen muchas cosas en común. Temas muy
antiguos y otros de la globalización contemporánea: la vanidad, la belleza
superficial, el narcisismo por un lado y, por el otro, los gimnasios, las
dietas y los sacrificios ante el dios de la figura.
La rana que
quería ser una rana auténtica
Había
una vez una rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se
esforzaba en ello.
Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su
ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor
de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un
baúl.
Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la
opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando
no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían
que era una Rana auténtica.
Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente
sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener
unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.
Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para
lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y
los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando
decían que qué buena rana, que parecía pollo.

Inmolación por
la belleza
El erizo era feo y lo sabía. Por
eso vivía en sitios apartados, en matorrales sombríos, sin hablar con nadie,
siempre solitario y taciturno, siempre triste, él, que en realidad tenía un
carácter alegre y gustaba de la compañía de los demás. Sólo se atrevía a salir
a altas horas de la noche y, si entonces oía pasos, rápidamente erizaba sus
púas y se convertía en una bola para ocultar su rubor.
Una vez alguien encontró una esfera híspida, ese tremendo alfiletero. En lugar
de rociarlo con agua o arrojarle humo –como aconsejan los libros de zoología-,
tomó una sarta de perlas, un racimo de uvas de cristal, piedras preciosas, o
quizá falsas, cascabeles, dos o tres lentejuelas, varias luciérnagas, un dije
de oro, flores de nácar y de terciopelo, mariposas artificiales, un coral, una
pluma y un botón, y los fue enhebrando en cada una de las agujas del erizo,
hasta transformar a aquella criatura desagradable en un animal fabuloso.
Todos acudieron a contemplarlo.
Según quién lo mirase, semejaba la corona de un emperador bizantino, un
fragmento de la cola del Pájaro Roco, si las luciérnagas se encendían, el fanal
de una góndola empavesada para la fiesta del Bucentauro, o, si lo miraba algún
envidioso, un bufón.
El erizo escuchaba las voces, las
exclamaciones, los aplausos, y lloraba de felicidad. Pero no se atrevía a
moverse por temor de que se le desprendiera aquel ropaje miliunanochesco. Así
permaneció durante todo el verano. Cuando llegaron los primeros fríos, había
muerto de hambre y de sed. Pero seguía hermoso.
Clases de gimnasia
Para aumentar la flexibilidad del tronco y las ramas,
evitando así las quebraduras provocadas por ráfagas intempestivas, clases de
gimnasia para árboles se ofrecen, individuales y a domicilio. Precios
especiales para bosques.
Y los dejo sin más porque en minutos empieza mi clase
de elongación con un sistema new-age que
dicen que te deja como nuevo.
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