Según mis amigos, tengo algunos defectos cada vez más consolidados: intolerancia, poca flexibilidad para aceptar novedades y cierta negación a considerar propuestas artísticas disruptivas. Algo de razón tienen, por lo que -para mostrar mi “apertura”- decidí aceptar la invitación a un espectáculo que no conocía.
La “perfomance”, me adelantaron, tendría escenas de “poliamor” (sonamos, Florencia Peña, me dije), un baile de disfraces temático (pensé: estamos al horno, Alan Faena u otro por el estilo), gente amante del exotismo (dios me guarde, ¡garcas aspiracionales y estrellas televisivas...!) y la presencia del autor (maldición, ¿otra presentación de libros?).
No importa, una mente “abierta” debe entregarse al tiempo que le toca vivir y a lo que el arte depare. ¡Allá fuimos!
La soirée era en el Teatro Colón y el espectáculo una ópera. El lugar es apabullante, no opuse resistencias y me entregué sin luchar. Una hermosa muchacha empezó a cantar, sobre una música todavía más hermosa:
No existe un locura más grande
que amar un solo objeto:
no divierte y trae aburrimiento
al placer de cada día.
Las abejas no liban siempre la misma flor,
la misma brisa, el mismo río;
mi alma y mi corazón voluble
quiere amar así,
quiere cambiar siempre.
Poco después estábamos en pleno baile de disfraces: los bailarines vestidos como si estuvieran en Constatinopla y la orquesta amenizando a la perfección. Corría el champagne, todos estábamos divertidos y despreocupados.
Acá debo hacer una salvedad: hubo un lío de parejas y, al parecer, un marido que bancaba la festichola, herido en el honor, dejó de lado todo el boato del festín y echó a su mujer con mucha rudeza. Por un instante la cosa se tornó casi una milonga orillera: el tipo le arrimó sus bagallos y la mandó a La casita de sus viejos…, ¡a Sorrento! Y la percanta, obediente, Torna a Surriento.
Menos mal que apareció el autor en escena y acomodó un poco los tantos para lograr un final feliz. La pareja terminó reconciliándose y todos terminamos muy contentos: los espectadores, los músicos y los cantantes ¡que nos entregaron una función maravillosa!
La ópera: Il turco in Italia, 1814, de Gioacchino Rossini con libro de Felice Romani (que adaptó el original de Caterino Mazzolà).
¡Grandes Rossini y compañía!
Se burlaron de la moda y los exotismos orientales, nos adelantaron el poliamor, los bailes de máscaras, la presencia del autor en escena y un sin fin de recursos que todavía hoy, 200 años después, se copian a mansalva y se hacen pasar por “modernos”.
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