La verdad es que les teníamos bronca. Los tipos venían y parecía que habían llegado los bandidos de alguna película del far west. Para ellos todos los muchachos del pueblo éramos unos flojos. Para nosotros, ellos eran unas bestias. Ni siquiera se tomaban el trabajo de lavarse y arreglarse un poco antes de venir al pueblo. Se lavaban sólo si tenían que ir al médico, porque el doctor García los había enseñado y los tenía cortos.
¿Qué
se creían? ¿El centro del mundo, porque sabían ordeñar o andar a caballo?
El viejo Grassani nos tenía de punto, era un cretino, nunca una palabra amable, siempre prepoteando. Fue el primero en el que pensamos, para que fuera sabiendo que con algunos no se jodía.
El
desgraciado pasaba por el boliche de don Cena por las tardes, antes de volverse
para las casas. Ataba el sulky, se tomaba un porrón o varios, con ingredientes.
Nunca nos invitó con nada ni nos dio unos pesos aunque fueran para fichas del
metegol.
De
nosotros tres, mi primo Carlos era el más habilidoso y práctico. Él mismo ataba
los caballos a la volanta de la panadería, así que en baquía no tenía nada que
envidiarle a ningún gringo zonzo.
Los
animales se aburrían atados al palenque del boliche y nosotros dábamos vueltas
por ahí, haciéndonos los distraídos, esquivando las bostas y esperando la
ocasión. Y llegó, fue a fines de septiembre.
No
bien anocheció me puse de campana, cerca de la puerta: avisaría con nuestro
silbido si venía alguien. Carlos y el Tili soltaron los ganchos del tiro y de
las varas al sulky del viejo y nos fuimos a sentar en la vereda de enfrente,
esperando que saliera.
Cuando
subió y sacó al sulky para atrás todo fue como siempre. Pero, no bien lo
chirleó para que avanzara, el matungo salió, solito, al trote para adelante. El
viejo, en un instante, alcanzó a ver al caballo que se iba mientras las varas
se clavaban en el suelo y él salía dando una vuelta carnero. La sacó barata
porque alcanzó a largar las riendas, aunque quedó hecho un ovillo en el suelo.
Después
de sacudirse un poco, putear y acomodarse, nos encaró.
Nos
mostramos serios y preocupados y se convenció de que no teníamos nada que ver.
-¿No
vieron a nadie?
No
éramos ningunos giles, el viejo entró con patas y todo:
-Viotto
y Tuninetti estuvieron buscando algo que se les había caído cerca del caballo
suyo.
Eran
otros colonos que habían llegado, en sus sulkys, después que él, a tomar algo.
Nosotros sabíamos que Grassani estaba de punta con ellos.
Salió
para adentro del boliche hecho una furia y, mientras nos íbamos, escuchamos
cuando se empezó a armar la gorda. Carlitos nos hizo la seña con el índice y el
pulgar entre los labios y nosotros juramos respetarla.
Todavía
hoy tienen que saber quién fue. Qué se creían esos gringos de mierda.
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