Escuchas por Amor al Arte
Todas las pequeñas ciudades de provincia se parecen. Una iglesia que resulta ser el punto más alto, una plaza con fuente central, el edificio del Banco de la Nación compitiendo con el de la Provincia, la estación de servicio, las escuelas, la intendencia, algún edificio de altos, la estación de ferrocarril. Vistas desde más cerca, aparecen sus particularidades geográficas y los distingos que atesoramos sus habitantes como trofeos en la puja por tener algo que nos haga diferentes.
Gobernador
Dupuy los tenía. No me refiero a ninguna construcción en especial, ni a la casa
del doctor Scopani, que competía, en su estilo Selva Negra, con la magnífica de
la familia Quirós, cuya reja, hecha por el pintor, era famosa hasta en Buenos Aires.
Lo digo porque Dupuy tenía una institución que le daba un nivel cultural del
que no cualquier otra podía presumir: la Asociación Amigos del Arte.
Otras
ciudades grandes tenían agrupaciones similares, pero Dupuy, que apenas hacía 5
años había superado la barrera de los diez mil habitantes, podía considerarse pionera
en la zona. No tenía aero club, como Venado Tuerto, o un balneario con
costanera, como Cañada del Molle, pero tenía a Amigos del Arte. Por supuesto, presidida,
todavía hoy, por doña Felisa Trollet de Tanalli, la esposa del dueño de la
fábrica alrededor de la cual orbitaba toda la actividad económica del lugar.
Hoy,
del origen de Amigos del Arte nadie se acuerda o no quiere acordarse. Ha
quedado como una sombra alrededor de un asunto, del que yo -y no soy la única-
tengo el mejor de los recuerdos y nada de qué avergonzarme. Trataré de
ajustarme estrictamente a las cosas tal como sucedieron. Empiezo por recordar a
las doce fundadoras: Teresita Bertola, Mirta Gelman, Elena García, Josefina
Alcorta, Ester Bertot, Juani Neuman, Rosa Ortín, Norma Pellegrino, Marconi
Ponte, Esteban Otero, Julio Sozzi y yo.
En
realidad, había tres hombres en el grupo. Y tendría que agregar a Laura
Giordano, a Amparito Pons y a Néstor Conte que, a su manera, fueron las más
importantes de esta historia, aunque no hayan sido parte del grupo, salvo Laura,
con la que vendríamos a ser trece, ahora que lo pienso mejor.
Laura
Giordano era la operadora de la Unión Telefónica. Ya van a ver por qué su papel
fue protagónico. Amparito Pons, que tenía nuestra edad o menos, era profesora
de piano y tocaba precioso. Néstor Conte, un muchacho muy buen mozo,
deportista, de familia rica, lo que se decía un buen partido. Varias estábamos
interesadas en él, pero lo conquistó Amparito.
Como
en todas partes, la operadora de la central telefónica era una persona con la
que había que llevarse bien. Cualquier cosa que pasara, era la primera en
enterarse. La central estaba en lo de Laura, la operaban ella, su mamá o su
papá. Si había algún nacimiento, una discusión fuerte, un fallecimiento o lo
que fuera, ella lo sabía antes que nadie. Eso le daba una especie de poder que
debía mantener reservado, como el de un cura confesor, pero todo el mundo sabía
que lo tenía. Mejor tenerla de amiga. Y nosotras éramos muy amigas, desde la
primaria.
Gracias
a Laura fui la primera en enterarme de que Néstor y Amparito se habían puesto
de novios. Y en recibir, como un secreto entre nosotras, una conexión a las
llamadas que a las 19 se hacían los tórtolos. Las dos escuchamos como afilaban.
Voy a obviar, por discreción, las charlas de comienzos del noviazgo –que, a
decir verdad, eran bastante aburridas- para centrarme en lo que terminó siendo nuestra
pasión.
La
cosa empezó cuando Amparito decidió cambiar las palabras por interpretaciones en el piano. Todas las
tardes, Néstor recibía el regalo de una pieza que ella le tocaba.
Al
principio, eran unos boleros maravillosos. Tan lindos que no resistí y terminé
contándole nuestro secreto a Teresita, otra amiga íntima. Logré que Laura la
conectara a ella también. Ya éramos tres compartiendo las serenatas.
Cuando
Amparito pasó de los boleros a temas de películas, quisimos incorporar a otras
amigas a las escuchas, pero Laura se encontró con una complicación: no sé qué
problema, el número de clavijas simultáneas, creo, no lo permitía. Ahí llamamos
a Marconi Ponte, que tenía fama de ingenioso, era técnico de la usina y me
arrastraba el ala.
Enseguida
encontró una solución: hizo un tablerito portátil, que Laura ponía y sacaba, y
nos permitió llegar a doce líneas escuchando, todas a la vez, las llamadas. Una
se la tuvimos que dar a él. No importaba, le teníamos mucha confianza porque
era un muchacho de buenos sentimientos. También incorporamos a Esteban Otero,
un tipo fino, vidrierista de las tiendas La Mundial, que siempre nos conseguía
ofertas, saldos de cortes y que tenía muy buen gusto. Una fue trayendo a otra y,
cuando nos dimos cuenta, ya estaba el cartón lleno, porque Ester Bertot nos
convenció de incorporar a su novio, a ver si así conseguía que le propusiera
casamiento.
El
concierto de las 19, así lo llamábamos, ya incluía piezas de todo tipo.
Amparito alternaba, con ese gusto exquisito que tenía, desde valses y preludios
hasta temas folklóricos. Nos habíamos acostumbrado tanto que rogábamos que el
romance no acabara jamás. La función se convirtió en algo casi religioso. Pocas
veces faltaba alguien, y la comentábamos en voz baja en las tertulias del club
o en la confitería. Lo que al principio pudo empezar como algo chismoso terminó
siendo como una cosa más espiritual. No sé bien cómo llamarla: una necesidad,
una alegría, algo que nos embellecía, que nos distinguía.
Estábamos
todas ahí, durante esos minutos, conectadas por la magia de la música, escuchando
en un silencio absoluto, cada una desde su casa, con la bocina del teléfono
tapada por estricta indicación de Laura, que había aclarado perfectamente que
no iba a perder su puesto porque alguna tosiera o le ladrara el perro.
Un
buen día, Amparo nos sorprendió con un tango. Empezamos a percibir que algo
estaba cambiando. Tengo que reconocer que Esteban y Marconi fueron los primeros
en darse cuenta. Habrá sido cuestión de sensibilidad, o capaz porque tenían más
conocimiento de los tangos. Pero al final, todas entendimos que el romance se
apagaba.
‒
Tocó Cuando me entrés a fallar el
lunes pasado, Desencanto el viernes y
ayer Soledad. En el medio mechó Perfidia tres veces y hoy se despachó
con Fuimos. ¿Necesitan algo más para
entender?
Eso
le dijo Esteban a Juani y a Norma, que decían que era pura imaginación nuestra.
Ellas siempre fueron de negar las cosas hasta que la evidencia las tapaba.
Nos
empezó a embargar una sensación de vacío. Aunque los varones estaban más tristes
que nosotras, la desolación nos paralizaba a todas. No era el romance trunco lo
que nos dolía sino el final de las reuniones que nuestras almas compartían por las
tardes.
Hasta
que alguien tuvo la idea: no importa lo que pase entre ellos, nosotras podemos
hacer algo.
En
un mes, formamos la Asociación Amigos del Arte. El doctor Real hizo los
estatutos, la biblioteca nos prestó sus instalaciones para que empezáramos a funcionar
y un radiante 21 de septiembre, inauguramos con un concierto de Atahualpa
Yupanqui. Era conocido de un vecino que se sumó con entusiasmo al proyecto. El Correo de Dupuy nos dedicó toda la
edición de esa semana, y hay que ver lo bien que salió todo. En la foto de la tapa,
yo soy la tercera de la izquierda.
Trajimos
a Antonio de Raco, a Berta Singerman, a Los Fronterizos, y a tantos más. Desde
entonces no paramos nunca, seguimos con una reunión mensual, salvo en los
veranos. Eso sí, la idea fue nuestra, nosotras la concretamos, pero antes del
año, ya tuvimos que meter a un montón de viejas en la comisión. De todos modos,
nadie nos quita el orgullo de saber que lo logramos por las ganas que pusimos y
por tirar todas juntas para adelante.
Ahí está nuestra Asociación Amigos del Arte, demostración de que de las peores cosas puede salir algo bueno.
Ágatha Fernández P.
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