El Lolo Amengual ha rescatado la biografía de dos argentinos ilustres (desconocidos) con importantes contribuciones a nuestra cultura. Como ustedes saben, los escritores son todos mentirosos así que es posible que alguna verdad encuentren. Una se las adelanto, la intención de arrancarnos una sonrisa, que no son tiempos estos de descartar gestos, por pequeños que sean. ¡Se va la primera!
El autor les manda un abrazo de 3 dosis a todos sus lectores.
Heroína
Cordobesa
Dalmacia Carlota Unquillo Zaninni, viuda de Robustiano
Palacio Ferreyra
Descubridora
del dulce de leche.
La
frontera entre civilización y barbarie,
al decir de Sarmiento, que en el Sur de la provincia de Córdoba coincidía con
el cauce del río Tercero, estaba en calma desde hacía varios años. El
ferrocarril Central Argentino ya unía a Rosario y Córdoba con regularidad cuando
inesperadamente, en 1875, el cacique Ranquel Cañumil asoló con un malón los
pueblos de Villa Nueva y Villa María.
En su
chacra cercana a Villa Nueva, doña Dalmacia Carlota Unquillo Zaninni, viuda de
Palacio Ferreyra, se encontraba en el rancho-cocina acompañada por la Panchi
Iparraguirre, vasca ella, su mucama. Estaba haciendo hervir con un resto de
leña, un balde de leche recién ordeñada a la que, por error, había agregado una
gran cantidad de azúcar. El brasero y la olla donde se desarrollaba la cocción,
ocupaba un lugar secundario y poco visible bajo un horno de barro, en ese
oscuro espacio sin ventanas, de paja y barro (todo era de barro en ese tiempo
de escasez material). La casa principal, algo mejor construída mostraba sus paredes
de adobe blanqueadas con cal y un nuevo techo, de brillantes chapas de zinc inglesas, que suplantaba a la cubierta tradicional de «paja brava».
Desde
lo alto, mientras engrasaba el molino recién instalado, Juan Gauna, peón, vislumbró
algo inusual en la lejanía. En el alboroto de una distante bandada de pájaros
intuyó la presencia artera del salvaje. Por las dudas dio la voz de alarma y corrió
por las mujeres; le gustaba la Panchi. Las arrancó de la cocina y a galope
tendido, las llevó de un tirón hasta lo que es hoy el pueblo de Ballesteros. Su
intuición las salvó de un futuro muy duro: vivir cautivas de la indiada.
Las
mujeres buscaron refugio en el campamento de la empresa ferroviaria.
Míster
Armstrong, mandamás de la empresa, que allí se encontraba de inspección,
les
ofrece protección y les brinda su propio vagón dormitorio estacionado en un
desvío,
para que se repongan. Doña Dalmacia pudo entonces descansar, a pesar del agudo
dolor de cintura y riñones, producto de la dura cabalgata de más de cuatro
leguas que debió realizar para salvar su vida. La Panchi no se quejaba. Los Remington
y los Winchester, (que no son dos apellidos anglos de alta alcurnia sino dos
marcas de efectivos fusiles norteamericanos) en manos de los guardaespaldas del
jefe Armstrong, les permitieron dormir tranquilas.
Los
piqueteros del cacique Cañumil (tío segundo de San Ceferino Namuncurá), podrían
ser feos a la vista, poco educados al trato, borrachos y malévolos, les podría
gustar desayunar sangre de yegua, pero hay algo que no se les puede negar: eran
avispados, no comían vidrio. Ellos conocían y respetaban a míster Remington y a
míster Winchester, no querían verlos ni de lejos, por eso no se acercaron a
Ballesteros.
Tres
días después el malón se había esfumado en la rastrillada.
Parecía
seguro regresar y doña Dalmacia Carlota Unquillo Zannini, viuda de Palacio
Ferreyra y su sirvienta, Panchi Iparraguirre, vuelven a su pago como reinas, en
un break largo, una jardinera de seis
plazas, cómodamente sentadas y seguras acompañadas por cuatro hombres armados
hasta los dientes.
Dalmasia
se encontró con el despojo. Gallinero y despensa: vacíos; las herramientas de la
herrería: birladas; caballos y ovejas: desaparecidos; los roperos: rapiñados.
Estaba
triste, pero no desolada, la poca peonada que convivía en su campo junto a Oso
y Pilila, su perro y su gata, habían sobrevivido al estrago, estaban vivos.
Pensó en juntar a su gente para rezar y
agradecer el milagro, fue a buscar el crucifijo de bronce que protegía su cama
para improvisar un altar, descubrió que también se lo habían robado, junto a
los pocos libros que tenía. Tampoco encontró la botella de caña con carqueja
que escondía debajo de la cama. De la escupidera esmaltada, ni noticias.
Al
entrar a la cocina saqueada, Dalmasia recordó al brasero y a la olla, se acercó
a ellos y se dio cuenta de que nadie los había tocado. Revisó su contenido y a
pesar de la oscuridad, entrevió en su interior una materia cristalizada y
oscura; dedujo que la leche azucarada expuesta a un fuego muy débil durante
varias horas, se fue espesando hasta que las últimas brasas se apagaron. OIía
bien, probó esa sustancia dura y marrón y la sorprendió su buen gusto.
Dalmacia
hábil cocinera, confirmó su intuición. En pocos intentos logró calibrar la
cantidad de azúcar en relación a la leche, determinar el tiempo de cocción, comprobar
que el agregado de vainilla, y sobre todo la acción de revolver la mezcla
durante el proceso, mejoraba el gusto y agregaba una untuosidad cremosa al
producto. La peonada, de paladar limitado en esos tiempos, elogió el «dulce de
Dalmacia», como fue bautizado, descubriendo la buena yunta que hacía con las
tortas fritas. Algunos golosos lo agregaban al choclo hervido y hasta al
zapallo del puchero.
Una
vez más la confluencia azarosa de varios sucesos aleatorios, habían generado un
avance que involucraba a toda la humanidad. El arrebato del malón populista,
había hecho nacer en un oscuro rincón de la Patria uno de los símbolos
absolutos de la argentinidad, ese que llena de orgullo los corazones de todo
argentino, argentina y argentine de bien: el dulce de leche.
Ciudadano
ilustre/
Lorenzo Amengual
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