...
Llegó
a enterarse de que Patrick había tenido alguna relación con la dueña de una
joyería de Longford para la época del homicidio, aunque los datos eran
confusos. Hizo las 18 millas para conseguir información directa pero todo
terminó en un fiasco. Al parecer no se trató de asuntos amorosos sino de
consultas profesionales por servicios que ofrecía con otro compañero. Otra cosa
para descartar.
La
averiguación de los antecedentes familiares de Mary Gilligan viuda de Maloney,
en su pueblo natal, tampoco aportó datos significativos: una chica muy inteligente
y también rara y retraída, así la recordaba una de sus maestras. Algún familiar
se había suicidado y tuvieron problemas económicos. Poco, muy poco, mejor dicho
menos que nada, porque algo de esto llegó hasta Mary o eso le pareció a él por
algunos comentarios que hizo Jack. En adelante, tuvo que replantear la
estrategia con el supuesto de que ella pudiera estar sobre aviso.
‒Me
comentó Jack que le gusta mucho la lectura. A mí también, soy socia de la
biblioteca.
‒Qué
bien, señora. Yo he escuchado a Jack alabar sus habilidades en la cocina…
‒Si
quiere comprobarlas personalmente, será un gusto para nosotros que venga a casa
a tomar el té o a cenar, lo que prefiera.
‒Muchas
gracias. Me pondré de acuerdo con Jack para elegir una ocasión propicia, no muy
lejana.
‒Cuando
guste.
Pensó
entonces que ella aprovechaba el encuentro casual para mostrarse bondadosa
porque estaba algo tensa. Después, que
empezaba a exponerse, lo que aumentaba la posibilidad de que cometiera algún
error. Eso lo excitó. Le resultaba interesante y atractiva. El también la veía
tierna como el Sargento pero con una mirada dura a la vez. Una mujer
misteriosa, resumió, ahí está su atractivo, además de su belleza, por cierto.
Tareas
rutinarias, peleas de borrachos, disputas menores matizaban apenas la actividad
del Distrito. Lo único interesante esa semana fue un hecho extraño: el robo de
un documento histórico, exhibido en la Biblioteca. Para conmemorar el
aniversario del Acta por los Derechos Civiles, habían expuesto una serie de
documentos alusivos y uno, no el más valioso, había sido sustraído a la vista
de todos. El caso ponía en cuestión la seguridad del resto del patrimonio y,
como la principal sospechosa era la propia empresa de vigilancia, se complicaba
e iba camino de engrosar la carpeta de casos “sin resolución”.
Mientras
sus hombres trabajaban, Daniel Rawson estaba ahí fastidiado, el asunto no le
importaba, su cabeza seguía en “el caso Maloney”. Se le ocurrió aprovechar la
ocasión y hacer un listado de los libros que retiraba Mary.
Dos
autores le llamaron particularmente la atención, uno de apellido irlandés y
otro, un tal Cortázar, ambos argentinos. Empezaría por dar una mirada a los de
este último, del que ya había sentido hablar.
‒
Lo noto algo desmejorado, Jack. ¿Qué le pasa?
‒
Nada especial. Debo tener algo en el estómago. No me está cayendo bien la
comida.
‒
Pero Mary cocina muy bien. Doy fe. Gracias una vez más por aquella cena…
‒
Sí, cocina muy bien.
‒
¿Comió demasiado, quizás?
‒
No, un poco de pastel de queso.
‒
¿Consultó al médico?
‒
Solo tengo que hacer dieta unos días…
‒
Cuando se mejore, dígale a Mary que agradecería una invitación a tomar el té
con ustedes.
‒
Será un placer, Inspector. Seguramente preparará alguna de sus delicias.
Daniel
Rawson hizo una pausa en su actividad matinal. Esa tarde iría a tomar el té con
los Nooan. Dejaba volar sus pensamientos hasta que una frase se le impuso como
un mantra: “La literatura es una cuestión de vida o muerte”. ¿O “escribir es
una cuestión de vida o muerte”? Un poco exagerada, pensó. Lo molestaba no
recordar quién la había dicho o dónde la había leído. Lo que sí tenía presente
es a ese tal Cortázar. Lo había cautivado. En especial, el cuento de los
bombones: extraordinario. ¿Cómo se llamaba? Repentinamente le vino a la cabeza
la protagonista: Delia Mañara. Delia Mañara, Delia Mañara, Delia Mañara, Delia
Mañara, repetía, entraba en éxtasis; como ella, como Delia. Lo asustó disfrutar
tanto ese momento. Se dio una cachetada
sonora y empezó a reírse de sí mismo.
Ya
compuesto, puso en blanco la cabeza y se sumergió en el trabajo. Apretó el
intercomunicador:
‒
Charlie, ¿hay novedades de la Biblioteca?
‒
Nada, señor.
‒
Salgo. No volveré hasta mañana.... Continúa
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