Juan José
Castelli
(1764-1812), uno de los pilares de la Primera Junta de Mayo de 1810, hombre de
acción y de palabra, apodado “el orador de la Revolución”, murió de un cáncer
de garganta.
El
gran patriota, emancipador de indios y esclavos, murió con gran sufrimiento,
sin poder tragar alimentos ni emitir palabras.
Emile Benveniste, el
gran lingüista sirio (1902-1976), presidente de la Asociación Semiótica
Internacional, que dedicó su vida al lenguaje, pasó sus últimos seis años con
una afección cerebral que le causó dislexia y terminó en una afasia. Sobreviviente
de Auschwuitz, se salvó de los nazis escapando a Suiza pero murió sin poder
pronunciar una palabra.
El
físico y astrónomo italiano Galileo
Galilei (1564-1642), además de plantear los pilares de la física moderna,
desarrolló el telescopio con el que halló las pruebas que enterraron para
siempre al modelo aristotélico y dieron la razón a Copérnico. La muerte lo
encontró padeciendo una ceguera, posiblemente causada al usar ese instrumento,
sin la protección adecuada, durante sus observaciones del sol y los
planetas.
Hay
algo en común en esas muertes: una crueldad innecesaria, excesiva, abstrusa. No
son casos raros, hay muchos otros.
Qué
decir de Chopin (1810-1849), el
compositor romántico muerto de tuberculosis, la enfermedad de los y las
protagonistas y heroínas de este movimiento. O de Beethoven (1770-1827), el gran músico y célebre compositor,
afectado de sordera total desde 1815 hasta su muerte.
Termino
por hoy con un par de ejemplos paradigmáticos de estas burlas desmesuradas:
Eric Tabarly
(1933-1998), el navegante francés que, entre otras hazañas, tenía el récord del
cruce del Atlántico en solitario en su velero y había virado el Cabo de Hornos
en muchas ocasiones, murió una noche en que un mar duro lo sorprendió en las
costas de Irlanda, a donde había salido a dar un paseo con unos amigos. Un
golpe lo arrojó al agua sin que pudieran rescatarlo en la oscuridad.
Uno
de los primeros actores argentinos, Juan
Aurelio Casacuberta (1798-1849), falleció en el escenario de un teatro
chileno, de un infarto, mientras agradecía los aplausos finales por su actuación.
La
existencia ‒o no‒ de dios me tiene sin cuidado. Pero si existiera, por todo lo
anterior, no tengo dudas de que sería un dios perverso, abominable y feroz.
El
mito de Prometeo, castigado por Zeus al pretender que los hombres dispusieran
del fuego y los elementos a su voluntad; o la versión más moderna, la de
Fausto, penalizado al pretender acceder al conocimiento, parece encarnarse en
estas historias.
Recuerdo
unos versos de Discépolo: “…brutal cuando
se ensaña /…feroz cuando hace un mal.” (Infamia, tango de 1941.)
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