Formando un collar de sulkis
dormitan bajo el sereno,
y
esperan pacientemente,
a
que regrese su dueño.
“Fiesta
churita”
Chacarera de Agustín
Carabajal
Para
principios de octubre, los años en que el trigo pintaba bien, los colonos
empezaban a venir al pueblo por las tardes, para hacer compras, gastar a cuenta
de la cosecha y, al final, pasar por el boliche de don Fortunato Pirrotta a
tomar algo. Inmigrantes o sus hijos, con huellas de la guerra o del trabajo
duro, curtidos por el sol, los dolores y la nostalgia, le daban al moscato, que
acompañaban a veces con queso, salame y aceitunas.
-La mare, ben? Il parín, ben?- El piamontés era obligatorio para cualquiera que
quisiera tenerlos como clientes. Aseguraba un clima de confianza mutua. Las
charlas empezaban por asuntos familiares y seguían con registros de lluvias y
la marcha de los sembrados, cotizaciones y todo tipo de novedades sociales o de
la ciudad. El comerciante que no sabía
piamontés no lograba venderles un kilo de pan.
En
cambio, los empleados, los funcionarios del correo y del ferrocarril no eran
tan amables. Trataban de poner cierta distancia, usaban el español y, a sus
espaldas, se burlaban del cocoliche de los otros.
En el
medio, estábamos los chicos y los jóvenes, a veces compañeros en la escuela de
las hijas e hijos de esos mismos colonos, en especial de los que vivían a menos
de dos leguas del pueblo.
En
general los pibes oscilábamos entre la admiración y el desprecio por esos
compañeros brutos, casi siempre más grandes y forzudos. Cada tanto, el
descubrimiento de la dulzura de algunas chicas de la colonia rompía con esos
prejuicios y acortaba las falsas distancias.
No
teníamos dudas de que ellos eran los chúcaros que venían a caballo a la escuela
con sus cuadernos de caligrafía desastrosa y nosotros los puebleros civilizados,
con nuestras hojas sin dobladuras y prolijos dibujos con tinta china.
Eran
dos mundos separados, ocasionalmente reunidos por romances nacidos en los
grados superiores y continuados en bailes, misas y otras fiestas que terminaban
con unos brazos más para ayudar en el campo o con una belleza rural que llegaba
al pueblo.
Pirrotta
ya sabía que los colonos más resistentes al trago, o no tan disciplinados, se
quedaban hasta la noche y terminaban emborrachándose con suissé. Chau
moretina, Mia mamma veul che fila, Sul
ponte di Bazzano eran
fijas en el repertorio del coro monótono y nostálgico. A veces jugaban al truco o a la báciga, otras
se agregaba un acordeonista y la música llegaba como una letanía. La cosa se
prolongaba hasta que don Fortunato decidía cerrar, iba levantando las mesas y
los echaba a todos.
Emprendían entonces la
retirada y se iban para las casas. Subían a los sulkys, milagrosamente, y se
confiaban a la mansa sabiduría de sus animales, que los llevaban seguros, de
regreso, a pesar de que sus conductores se dormían ni bien conseguían
acomodarse en el asiento.
No
recuerdo bien de dónde salió la idea, si la escuchamos o se le ocurrió al Tili o
a otro más avispado. Lo que sí recuerdo es que nos pareció un golazo. Al
instante los cinco conjurados estuvimos de acuerdo y comenzamos a armar el
plan. Nadie nos iba a descubrir. Nadie nos castigaría. Nunca se enterarían quiénes
eran los autores. Demostraríamos claramente que éramos pibes avivados y no
colonos ingenuos. La armamos para un miércoles antes de un feriado y la hicimos
sin que nadie nos viera. En ese sentido fue un éxito total.
Cambiamos
los caballos de cuatro sulkys. Los desatamos de a dos y volvimos a atar
cuidadosamente, de modo que al sulky de Orestes Mainardi le pusimos el caballo
de Mateo Wenger y viceversa. Lo mismo hicimos con la yegua de Ovidio Sartori:
la cambiamos con la de Italo Garrone. Cuidamos todos los detalles: zaino por zaino
y mora por mora. Y nos escondimos a dos cuadras para ver los frutos de nuestro
trabajo.
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