A partir de cierta edad, junto con los años, llega una sensación de impunidad. Se
manifiesta en formas muy variadas: adelantarse en la fila del banco, cruzar la
calle por donde sea o cuando el semáforo acaba de cambiar, hacer comentarios –en
general a desconocidos– que no se hubieran permitido en otros tiempos. No todos
los mayores sufren estos impulsos de guardadas rebeldías pero, cuando llegan, no
discriminan sexo: ocurren tanto en mujeres como en hombres.
Algunas
damas lanzan piropos directos y subidos de tono a sus circunstanciales
interlocutores, sin discriminación de edades y situaciones, causando intrigas y
sorpresas.
Otras
veces, los comentarios son francamente provocativos. Señores que uno diría serios,
desordenan estanterías de negocios, trastocan etiquetas o sustraen
honorablemente una perilla del artefacto en exhibición. Pareciera que, más que
buscar una reacción del aludido/a, quisieran reafirmar su autoestima o dejar
sentada una demanda de atención, de decir “todavía estoy aquí y…”
Claro
que esa repentina osadía tiene sus límites, las palabras se dicen a media voz, la
perilla se deja escondida en otra estantería ante la menor sospecha de haber
sido visto, la caca del perro, que se pensaba dejar como regalito,
se recoge velozmente si aparece algún vecino a la vista. Hay suficiente
experiencia en los actores como para evitar ser sorprendidos con el cuerpo del
delito, desentenderse ante el menor atisbo de que la situación se
puede complicar y un especial talento –que también se desarrolla en paralelo–
para hacerse los zonzos.
Un
señor había tomado la costumbre de cambiar en el supermercado las pequeñas
etiquetas con el precio y ponerle a un vino de calidad las del vino Toro, el
más barato por esos tiempos. Los códigos de barras no habían aparecido todavía.
Metía una botella en el resto de su compra, pagaba y luego, en su casa, la
disfrutaba con multiplicado placer. Repitió la operación algunas veces hasta
que la cajera, harta, separó la botella, lo miró fijamente y la facturó al
precio real sin dejar de mirarlo.
–De acuerdo, –dijo como un chico retado por la maestra y no volvió a repetir la maniobra.
–De acuerdo, –dijo como un chico retado por la maestra y no volvió a repetir la maniobra.
Tiempo después, en la fila de cajas del mismo supermercado, solía hacer algunos comentarios, en especial si la predecesora era una mujer y más aún si era bonita. Los decía en piamontés y en un volumen que podía ser escuchado por la destinataria o no. Creía que al hacerlos en el dialecto aseguraba su impunidad y quedaba protegido ya que era poco probable que alguien lo entendiera.
–¡Barda che sei comaira! (Mirá que sos flaca.) –dijo un día, seguramente interesado en la silueta de su antecesora. No obtuvo ni un gesto ni un movimiento de recibo por su mensaje. Entonces, seguro y envalentonado, prosiguió en piamontés:
–Cuando esté arriba tuyo esos huesos me van a pinchar por todos lados.
La esfinge se dio vuelta, lo miró de arriba abajo y, sin inmutarse, dijo en perfecto castellano:
–Vos tampoco sos muy gordo.
Dejó las compras en el carrito y abandonó el campo de batalla a toda velocidad. Cuando llegó a su casa todavía le duraban las palpitaciones.
Las
historias son de primera mano. Me las contó el propio protagonista, un señor
conocido, mi padre.
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