miércoles, 24 de abril de 2019

Cordero asado - La viuda se casa - parte 1

Roald Dahl escribió su inquietante "Cordero asado", Hitchcook hizo una adaptación para TV y Ricardo Holcer otra en forma de monólogo teatral: La Sra. Maloney. Todas inquietantes y con un toque de humor. Hace poco vi a Verónica Koziura haciendo, en el teatro El sótano, una inquietante señora Maloney (con dirección de Holcer) y me dio ganas de escribir una continuación. Acá está, lo pondré en tres partes para darle a cada una el tamaño usual del blog.


La viuda se casa
En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.
Cordero asado, cuento (1979) de ROALD DAHL

El asesinato de Patrick Maloney afectó la moral de los hombres del Distrito. Todos, en alguna medida, continuaban masticando el tema sin poder digerirlo ni olvidarlo. Los más afectados eran los detectives: se trataba de un colega y el caso había quedado sin resolver. El Inspector Rawson lo había notado y hacía lo imposible para sacar a su gente de esa situación. Ya que no habían podido dar con el asesino, al menos, que el fantasma de Patrick descansara en paz.

Daniel Rawson era reservado, conocía al dedillo a sus subordinados y ellos lo respetaban. Un hombre singular, culto, muy aficionado a la literatura, en especial, al género policial. Sus hombres no recordaban haberle visto jamás un gesto de ansiedad, los más viejos lo apodaban “Paciencia”.
Un mes o dos después del suceso convocó a los más cercanos a unas charlas sobre gajes del oficio. En la primera contó su experiencia acerca de una de las cosas más difíciles de afrontar: cerrar los casos no resueltos. Aceptarnos imperfectos, admitir los fracasos y limitaciones, dijo, es duro pero es la única manera de seguir en esto.
                                                           
En el otro extremo de aquel drama, la viuda de Maloney, con su embarazo muy avanzado, no se mostraba como una mujer apesadumbrada. Continuaba viviendo en su casa sin darse mucho al trato con los vecinos. Quizá la proximidad del parto o su propio carácter ayudaban a darle ese aire de lejanía. No parecía una viuda reciente. Un enigma, pensó Rawson una vez que la vio caminando por el centro. Recordó los anagramas aprendidos en alguna lectura de Borges: destino ‒ sentido, enigma ‒ imagen. Ella era un enigma para él, su imagen le causaba inquietud. Cosas del destino, su vida parecía seguir su propio sentido.

En la segunda charla, se explayó sobre la afición al género policial, compartida con muchos de sus hombres. Fue preguntando a cada uno por sus favoritos y corroboró algo que ya presumía: todos los agentes leen policiales, mientras más bajo es el grado, más burdos, amarillos o truculentos los autores elegidos. Los agentes sin carrera por delante leían relatos carcelarios; los que aspiraban a detectives, policiales clásicos o negros. Él estaba convencido de que el detective más capaz era el más culto. La intuición y la suerte ayudaban, pero nada reemplazaba a las buenas lecturas, al rigor obstinado y a una memoria siempre alerta. Reunir hechos sueltos, como los poetas reúnen palabras que parecen no tener nada que ver unas con otras, ese era el camino y su máxima aspiración en la profesión. Cuando decía esto, su gente lo miraba con extrañeza. O’Malley se animó a decir:
‒ Yo leo porque me entretengo y me gustan, nada más.

Al año, el homicidio empezó a caer en el olvido. En ese momento, Rawson decidió, en su interior, que el caso merecía revisarse. El autor ya se sentiría a salvo y empezaría a relajarse y a equivocarse. Un incómodo malestar lo invadía: primero, porque contrariaba todo lo que había inculcado a sus hombres sobre aceptar las frustraciones y, segundo, porque sospechaba de Mary Maloney, algo demasiado grosero para él, que se creía tan sutil y profesional.
Muy discretamente, comenzó a reunir información sobre la viuda. Supo que llevaba una vida tranquila, dedicada por completo a atender a su criatura, que utilizaba los servicios del Hospital Zonal, que recibía pocas visitas, entre ellas, las de un colega del difunto. Este dato lo irritó mucho, pues pensó que su prédica había sido desoída y que el Sargento Nooan, seguramente, actuaba por su cuenta siguiendo el viejo y burdo adagio policial: Cherchez la femme.

‒ Jack, lo llamé porque quería hablar con usted sobre su relación con la señora Maloney.
‒ Lo escucho, Jefe.
‒ Usted sabrá disculparme, iré al grano: ¿Curiosidad profesional o cortesía?
‒ Al principio, fue por solidaridad y cortesía. Pero ahora creo que estoy enamorado. Y también está la criatura. Me fui encariñando… También por cosas que usted dijo…
‒ ¿Que yo dije?
‒ Claro, a mí también me gustan los policiales. Mi héroe es el Inspector Maigret. Más allá de cómo resuelve los casos, admiro esa vida tranquila que lleva con su mujer. Ella lo espera con la comida y es la reina de su hogar. Eso quiero para mí y Mary podría…
‒Ah, eso…‒ Rawson se apoyó en el respaldo, guardó una sonrisa ‒. Le deseo suerte y le pido que cada tanto, si no lo considera indiscreción, me cuente cómo va todo. Dele saludos de mi parte. ‒Salieron del despacho para tomar un poco de aire‒.
El encuentro tranquilizó al Inspector y despejó sus dudas sobre las motivaciones del Sargento. Por ese lado, no había posibilidades de que hubiera puesto en alerta a su investigada. Además, contaba con una preciosa fuente de noticias, más cercana imposible.

Tiempo después, Nooan le contó que la comida había sido un punto importante en los primeros encuentros. En varias ocasiones le preparó cordero al horno. Una vez que fue temprano, la vio sacar la carne del freezer. No sabía bien porqué se molestó y discutieron muy fuerte. Esa misma noche acordaron no volver a comer cordero. Les traía el recuerdo de aquella otra tarde funesta. Se prometieron ser cuidadosos y hacer todo lo necesario para quitar a Patrick Maloney de entre los dos. Ella es tierna y jugosa, dijo, y él tuvo que hacer un esfuerzo para no largarse a reír. Le pareció un adolescente enamorado. ¿Ella también lo estaría?

Rawson hizo un repaso descarnado del estado de su investigación. Descartando toda la  hojarasca, le quedaban dos sospechosos y las evidencias eran tan débiles que prácticamente no tenía nada. Uno era Stuart, otro detective de la misma camada que la víctima. Las únicas razones que tenía para pensar en él era que había estado de franco ese día y que el autor había procedido como un profesional: nunca hallaron en la casa huellas de nadie extraño. Se podía sumar que se tenían antipatía y discutían con frecuencia, pero el tipo había quedado realmente afectado y no trataba de disimularlo ni sobreactuaba. Solo se había hecho más temeroso, la reacción habitual en estos casos.
La otra era Mary, solo porque estaba en la casa y porque fue la primera en ver el cuerpo. Por lo demás no había nada, estaba con un embarazo avanzado, había llamado de inmediato al Distrito, no se sabía ‒él, al menos‒ de problemas entre ellos. Sin embargo, algo lo empujaba a profundizar por este lado. El panorama no era muy alentador, había que seguir trabajando.

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Continúa en la parte 2
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Cordero asado - La viuda se casa - parte 2


Viene de la parte 1
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Llegó a enterarse de que Patrick había tenido alguna relación con la dueña de una joyería de Longford para la época del homicidio, aunque los datos eran confusos. Hizo las 18 millas para conseguir información directa pero todo terminó en un fiasco. Al parecer no se trató de asuntos amorosos sino de consultas profesionales por servicios que ofrecía con otro compañero. Otra cosa para descartar.
La averiguación de los antecedentes familiares de Mary Gilligan viuda de Maloney, en su pueblo natal, tampoco aportó datos significativos: una chica muy inteligente y también rara y retraída, así la recordaba una de sus maestras. Algún familiar se había suicidado y tuvieron problemas económicos. Poco, muy poco, mejor dicho menos que nada, porque algo de esto llegó hasta Mary o eso le pareció a él por algunos comentarios que hizo Jack. En adelante, tuvo que replantear la estrategia con el supuesto de que ella pudiera estar sobre aviso.

‒Me comentó Jack que le gusta mucho la lectura. A mí también, soy socia de la biblioteca.
‒Qué bien, señora. Yo he escuchado a Jack alabar sus habilidades en la cocina…
‒Si quiere comprobarlas personalmente, será un gusto para nosotros que venga a casa a tomar el té o a cenar, lo que prefiera.
‒Muchas gracias. Me pondré de acuerdo con Jack para elegir una ocasión propicia, no muy lejana.
‒Cuando guste.
Pensó entonces que ella aprovechaba el encuentro casual para mostrarse bondadosa porque estaba algo tensa.  Después, que empezaba a exponerse, lo que aumentaba la posibilidad de que cometiera algún error. Eso lo excitó. Le resultaba interesante y atractiva. El también la veía tierna como el Sargento pero con una mirada dura a la vez. Una mujer misteriosa, resumió, ahí está su atractivo, además de su belleza, por cierto.

Tareas rutinarias, peleas de borrachos, disputas menores matizaban apenas la actividad del Distrito. Lo único interesante esa semana fue un hecho extraño: el robo de un documento histórico, exhibido en la Biblioteca. Para conmemorar el aniversario del Acta por los Derechos Civiles, habían expuesto una serie de documentos alusivos y uno, no el más valioso, había sido sustraído a la vista de todos. El caso ponía en cuestión la seguridad del resto del patrimonio y, como la principal sospechosa era la propia empresa de vigilancia, se complicaba e iba camino de engrosar la carpeta de casos “sin resolución”.
Mientras sus hombres trabajaban, Daniel Rawson estaba ahí fastidiado, el asunto no le importaba, su cabeza seguía en “el caso Maloney”. Se le ocurrió aprovechar la ocasión y hacer un listado de los libros que retiraba Mary.
Dos autores le llamaron particularmente la atención, uno de apellido irlandés y otro, un tal Cortázar, ambos argentinos. Empezaría por dar una mirada a los de este último, del que ya había sentido hablar.

‒ Lo noto algo desmejorado, Jack. ¿Qué le pasa?
‒ Nada especial. Debo tener algo en el estómago. No me está cayendo bien la comida.
‒ Pero Mary cocina muy bien. Doy fe. Gracias una vez más por aquella cena…
‒ Sí, cocina muy bien.
‒ ¿Comió demasiado, quizás?
‒ No, un poco de pastel de queso.
‒ ¿Consultó al médico?
‒ Solo tengo que hacer dieta unos días…
‒ Cuando se mejore, dígale a Mary que agradecería una invitación a tomar el té con ustedes.
‒ Será un placer, Inspector. Seguramente preparará alguna de sus delicias.

Daniel Rawson hizo una pausa en su actividad matinal. Esa tarde iría a tomar el té con los Nooan. Dejaba volar sus pensamientos hasta que una frase se le impuso como un mantra: “La literatura es una cuestión de vida o muerte”. ¿O “escribir es una cuestión de vida o muerte”? Un poco exagerada, pensó. Lo molestaba no recordar quién la había dicho o dónde la había leído. Lo que sí tenía presente es a ese tal Cortázar. Lo había cautivado. En especial, el cuento de los bombones: extraordinario. ¿Cómo se llamaba? Repentinamente le vino a la cabeza la protagonista: Delia Mañara. Delia Mañara, Delia Mañara, Delia Mañara, Delia Mañara, repetía, entraba en éxtasis; como ella, como Delia. Lo asustó disfrutar tanto  ese momento. Se dio una cachetada sonora y empezó a reírse de sí mismo.
Ya compuesto, puso en blanco la cabeza y se sumergió en el trabajo. Apretó el intercomunicador:
‒ Charlie, ¿hay novedades de la Biblioteca?
‒ Nada, señor.
‒ Salgo. No volveré hasta mañana.

...  Continúa


Cordero asado - La viuda se casa - parte 3

continúa (última parte)
...

Los Nooan lo recibieron contentos y cordiales. Ella corrió las cortinas y encendió las lámparas. Jack subió a acostar a la criatura.
‒ ¿Cansado, Daniel?
‒ Sí ‒dijo el Inspector, sorprendido por el trato‒, estoy cansado.
Había algo de excitación en ella y el trató de no mostrase en alerta. ¿O sería que realmente quería aparecer seductora?
La conversación fue interesante y distendida. Como era difícil y costoso conseguir niñera, salían poco. Veían cine en la casa. Coincidieron en lo divertida que resultó El divino Ned. Iban y venían sobre títulos afines a los tres. Mary tocaba el piano, Jack le pidió Wonderful world, pero no logró convencerla. Ella prefirió ir cerrando la velada con un licorcito acompañado por bombones caseros. Dawson puso su mejor cara de póker  y tomó uno que hizo jugar entre los dedos. A Mary le pareció que la criatura había empezado a llorar y subió a verla. Esos dos más grandes tienen licor de naranja, dijo desde la escalera. Los hice especialmente para usted, a Jack no le gustan con licor. El inspector lo puso sobre una servilleta, agregó los de licor, los envolvió y colocó en su bolsillo.
‒ Los comeré más tarde, antes de dormir. Por favor no diga nada a Mary. No quiero parecer descortés.
‒ Jefe ‒dijo Jack con la boca llena‒, seré una tumba.
Arriba seguía el llanto y Mary demoraba. El inspector se preparó para salir, haciendo señas de silencio para no despertar más a la criatura.
‒ Es un poco tarde. Me voy. Dígale que todo ha estado exquisito.

Ni bien salió de la casa pensó que podía ser cierto eso de “La literatura es una cuestión de vida o muerte.”  ¿O estaría delirando? Quería serenarse un poco para poder reflexionar con más lucidez. Empezó a decirse que tenía un oficio insalubre, que no se podía vivir así.
Fue directo a su oficina en el Distrito, agarró un papel y empezó a anotar:
·         Llevar los bombones al laboratorio. Si dan positivo…
·         Si algo pasara a Jack (no quiso anotar muerte, pero lo pensó…) adelantaría el resultado.
·         Si eran solo para mí, en cierto punto estamos todos salvados, menos…
·         Si nada pasara y diera negativo…
Quiso asignar probabilidades a las hipótesis y se tranquilizó pensando que esta última era la más posible y a la vez desoladora. Confirmaría que nunca tendría una vida normal, habría perdido la posibilidad de disfrutar de unos simples chocolates y de la amistad sin prejuicios. Además debería reconocer haber trabajado en vano y todo volvería a cero, al vacío inicial. Le quedaría un gusto agridulce pero, posiblemente, mirando con una perspectiva global, no fuera el peor de los desenlaces. Y volvería a confirmar su máxima sobre las imperfecciones.
La posibilidad de que Jack muriera efectivamente, y que él hubiera permitido eso con su reticencia a tomar cartas en el asunto, lo empezó a molestar. Para su carrera la resolución del caso sería un galardón con algunos bemoles. Reconoció que se había mostrado frío y ajeno con Jack (aún considerando posible que los bombones estuvieran envenenados) por temor a hacer un papelón y al ridículo consiguiente. O sea que había jugado con la posibilidad de perder a uno de sus hombres solo para no arriesgarse en una hipótesis algo fantasiosa. No le pareció una conducta muy digna. Decidió demorar el análisis de los bombones. Quería pensar más a fondo esta línea y sus complicaciones. No los llevaría al laboratorio hasta tener más novedades de los Nooan.
La otra línea significaba que el destinatario era él y que su estratagema lo habría salvado. ¿Debería en ese caso arrestar a la viuda? ¿O, en lugar del reconocimiento, futuro asenso y traslado a un mejor destino tendría que afrontar las complicaciones por el riesgo en que puso al Sargento?
Cualquiera que fuera el desenlace empezó a sentir una profunda lástima por todos, por el futuro de la criatura, por él mismo. Lo invadió un gran desasosiego, el mundo era un lugar sin justicia ni piedad.
Se fue a dormir. A la mañana, seguramente, las cosas comenzarían a aclarase.
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Fernando Terreno

martes, 9 de abril de 2019

Teatro - obras con muchos personajes

En estos tiempos de monólogos y “unipersonales” sorprende recordar la gran cantidad de dramaturgos que no se fijaron en cuestiones económicas ni se anduvieron con chiquitas al momento de incorporar personajes en sus obras.

Alejandro Casona puso una docena y media en La Dama del Alba y otro tanto en La Sirena; Arthur Miller casi dos docenas en Las brujas de Salem, Volpone de Ben Johnson tiene diecisiete, Los Artistas de Jacobo Langsner, veinte y Cuatro corazones con freno y marcha atrás, una comedia de Jardiel Poncela anda por ahí.


La cosa no termina aquí, porque a esta fertilidad, hay que sumar las puestas de algunos directores que multiplican varias veces esos números.
De las que han llegado a mis oídos sobresalen netamente dos.

Facundo en la Ciudadela, de Vicente Barbieri, que se estrenó en 1956, en el Teatro Nacional Cervantes de la ciudad de Buenos Aires, con 44 personajes. El director fue Orestes Caviglia, en el papel de Quiroga estaba Miguel Bebán, Milagros de la Vega hacía Doña Gervasia y, entre muchos otros conocidos, estaban también Guillermo Bredeston, Hilda Suárez, Julio de Grazia, María Elina Rúas, José María Gutiérrez y Jorge Rivera López.

La cifra parece difícil de superar, sin embargo queda corta frente a la versión de Ubú Rey de Alfred Jarry, que puso en 1966 en el Louvre el director argentino Víctor García, con 80 personajes.
Sumó “algunos” a los 17 del texto original y se permitió otras licencias no menores. Por ejemplo, el protagónico lo hizo un actor negro, senegalés, que representó el papel del Capitán del ejército polaco, Ubú. La puesta fue aclamada y Víctor García comenzó con ella su consagración en Europa.

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miércoles, 3 de abril de 2019

Muertes como del odio de dios


Juan José Castelli (1764-1812), uno de los pilares de la Primera Junta de Mayo de 1810, hombre de acción y de palabra, apodado “el orador de la Revolución”, murió de un cáncer de garganta.
El gran patriota, emancipador de indios y esclavos, murió con gran sufrimiento, sin poder tragar alimentos ni emitir palabras.
Emile Benveniste, el gran lingüista sirio (1902-1976), presidente de la Asociación Semiótica Internacional, que dedicó su vida al lenguaje, pasó sus últimos seis años con una afección cerebral que le causó dislexia y terminó en una afasia. Sobreviviente de Auschwuitz, se salvó de los nazis escapando a Suiza pero murió sin poder pronunciar una palabra.
El físico y astrónomo italiano Galileo Galilei (1564-1642), además de plantear los pilares de la física moderna, desarrolló el telescopio con el que halló las pruebas que enterraron para siempre al modelo aristotélico y dieron la razón a Copérnico. La muerte lo encontró padeciendo una ceguera, posiblemente causada al usar ese instrumento, sin la protección adecuada, durante sus observaciones del sol y los planetas. 

Hay algo en común en esas muertes: una crueldad innecesaria, excesiva, abstrusa. No son casos raros, hay muchos otros.
Qué decir de Chopin (1810-1849), el compositor romántico muerto de tuberculosis, la enfermedad de los y las protagonistas y heroínas de este movimiento. O de Beethoven (1770-1827), el gran músico y célebre compositor, afectado de sordera total desde 1815 hasta su muerte.  
Termino por hoy con un par de ejemplos paradigmáticos de estas burlas desmesuradas:
Eric Tabarly (1933-1998), el navegante francés que, entre otras hazañas, tenía el récord del cruce del Atlántico en solitario en su velero y había virado el Cabo de Hornos en muchas ocasiones, murió una noche en que un mar duro lo sorprendió en las costas de Irlanda, a donde había salido a dar un paseo con unos amigos. Un golpe lo arrojó al agua sin que pudieran rescatarlo en la oscuridad.
Uno de los primeros actores argentinos, Juan Aurelio Casacuberta (1798-1849), falleció en el escenario de un teatro chileno, de un infarto, mientras agradecía los aplausos finales por su actuación.


La existencia ‒o no‒ de dios me tiene sin cuidado. Pero si existiera, por todo lo anterior, no tengo dudas de que sería un dios perverso, abominable y feroz.
El mito de Prometeo, castigado por Zeus al pretender que los hombres dispusieran del fuego y los elementos a su voluntad; o la versión más moderna, la de Fausto, penalizado al pretender acceder al conocimiento, parece encarnarse en estas historias.
Recuerdo unos versos de Discépolo: “…brutal cuando se ensaña /…feroz cuando hace un mal.” (Infamia, tango de 1941.)
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