miércoles, 3 de abril de 2019

Muertes como del odio de dios


Juan José Castelli (1764-1812), uno de los pilares de la Primera Junta de Mayo de 1810, hombre de acción y de palabra, apodado “el orador de la Revolución”, murió de un cáncer de garganta.
El gran patriota, emancipador de indios y esclavos, murió con gran sufrimiento, sin poder tragar alimentos ni emitir palabras.
Emile Benveniste, el gran lingüista sirio (1902-1976), presidente de la Asociación Semiótica Internacional, que dedicó su vida al lenguaje, pasó sus últimos seis años con una afección cerebral que le causó dislexia y terminó en una afasia. Sobreviviente de Auschwuitz, se salvó de los nazis escapando a Suiza pero murió sin poder pronunciar una palabra.
El físico y astrónomo italiano Galileo Galilei (1564-1642), además de plantear los pilares de la física moderna, desarrolló el telescopio con el que halló las pruebas que enterraron para siempre al modelo aristotélico y dieron la razón a Copérnico. La muerte lo encontró padeciendo una ceguera, posiblemente causada al usar ese instrumento, sin la protección adecuada, durante sus observaciones del sol y los planetas. 

Hay algo en común en esas muertes: una crueldad innecesaria, excesiva, abstrusa. No son casos raros, hay muchos otros.
Qué decir de Chopin (1810-1849), el compositor romántico muerto de tuberculosis, la enfermedad de los y las protagonistas y heroínas de este movimiento. O de Beethoven (1770-1827), el gran músico y célebre compositor, afectado de sordera total desde 1815 hasta su muerte.  
Termino por hoy con un par de ejemplos paradigmáticos de estas burlas desmesuradas:
Eric Tabarly (1933-1998), el navegante francés que, entre otras hazañas, tenía el récord del cruce del Atlántico en solitario en su velero y había virado el Cabo de Hornos en muchas ocasiones, murió una noche en que un mar duro lo sorprendió en las costas de Irlanda, a donde había salido a dar un paseo con unos amigos. Un golpe lo arrojó al agua sin que pudieran rescatarlo en la oscuridad.
Uno de los primeros actores argentinos, Juan Aurelio Casacuberta (1798-1849), falleció en el escenario de un teatro chileno, de un infarto, mientras agradecía los aplausos finales por su actuación.


La existencia ‒o no‒ de dios me tiene sin cuidado. Pero si existiera, por todo lo anterior, no tengo dudas de que sería un dios perverso, abominable y feroz.
El mito de Prometeo, castigado por Zeus al pretender que los hombres dispusieran del fuego y los elementos a su voluntad; o la versión más moderna, la de Fausto, penalizado al pretender acceder al conocimiento, parece encarnarse en estas historias.
Recuerdo unos versos de Discépolo: “…brutal cuando se ensaña /…feroz cuando hace un mal.” (Infamia, tango de 1941.)
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