lunes, 20 de julio de 2020

Los Sulkys - 1a parte

Los sulkys


Formando un collar de sulkis

dormitan bajo el sereno,

y esperan pacientemente,

a que regrese su dueño.

 “Fiesta churita”

Chacarera de Agustín Carabajal

                

Para principios de octubre, los años en que el trigo pintaba bien, los colonos empezaban a venir al pueblo por las tardes, para hacer compras, gastar a cuenta de la cosecha y, al final, pasar por el boliche de don Fortunato Pirrotta a tomar algo. Inmigrantes o sus hijos, con huellas de la guerra o del trabajo duro, curtidos por el sol, los dolores y la nostalgia, le daban al moscato, que acompañaban a veces con queso, salame y aceitunas.

 

-La mare, ben? Il parín, ben?- El piamontés era obligatorio para cualquiera que quisiera tenerlos como clientes. Aseguraba un clima de confianza mutua. Las charlas empezaban por asuntos familiares y seguían con registros de lluvias y la marcha de los sembrados, cotizaciones y todo tipo de novedades sociales o de la ciudad.  El comerciante que no sabía piamontés no lograba venderles un kilo de pan.

En cambio, los empleados, los funcionarios del correo y del ferrocarril no eran tan amables. Trataban de poner cierta distancia, usaban el español y, a sus espaldas, se burlaban del cocoliche de los otros.

En el medio, estábamos los chicos y los jóvenes, a veces compañeros en la escuela de las hijas e hijos de esos mismos colonos, en especial de los que vivían a menos de dos leguas del pueblo.

 

En general los pibes oscilábamos entre la admiración y el desprecio por esos compañeros brutos, casi siempre más grandes y forzudos. Cada tanto, el descubrimiento de la dulzura de algunas chicas de la colonia rompía con esos prejuicios y acortaba las falsas distancias.

No teníamos dudas de que ellos eran los chúcaros que venían a caballo a la escuela con sus cuadernos de caligrafía desastrosa y nosotros los puebleros civilizados, con nuestras hojas sin dobladuras y prolijos dibujos con tinta china.

Eran dos mundos separados, ocasionalmente reunidos por romances nacidos en los grados superiores y continuados en bailes, misas y otras fiestas que terminaban con unos brazos más para ayudar en el campo o con una belleza rural que llegaba al pueblo.

 

Pirrotta ya sabía que los colonos más resistentes al trago, o no tan disciplinados, se quedaban hasta la noche y terminaban emborrachándose con suissé. Chau moretina, Mia mamma veul che  fila, Sul ponte di Bazzano eran fijas en el repertorio del coro monótono y nostálgico. A veces jugaban al truco o a la báciga, otras se agregaba un acordeonista y la música llegaba como una letanía. La cosa se prolongaba hasta que don Fortunato decidía cerrar, iba levantando las mesas y los echaba a todos.

Emprendían entonces la retirada y se iban para las casas. Subían a los sulkys, milagrosamente, y se confiaban a la mansa sabiduría de sus animales, que los llevaban seguros, de regreso, a pesar de que sus conductores se dormían ni bien conseguían acomodarse en el asiento.


No recuerdo bien de dónde salió la idea, si la escuchamos o se le ocurrió al Tili o a otro más avispado. Lo que sí recuerdo es que nos pareció un golazo. Al instante los cinco conjurados estuvimos de acuerdo y comenzamos a armar el plan. Nadie nos iba a descubrir. Nadie nos castigaría. Nunca se enterarían quiénes eran los autores. Demostraríamos claramente que éramos pibes avivados y no colonos ingenuos. La armamos para un miércoles antes de un feriado y la hicimos sin que nadie nos viera. En ese sentido fue un éxito total.

Cambiamos los caballos de cuatro sulkys. Los desatamos de a dos y volvimos a atar cuidadosamente, de modo que al sulky de Orestes Mainardi le pusimos el caballo de Mateo Wenger y viceversa. Lo mismo hicimos con la yegua de Ovidio Sartori: la cambiamos con la de Italo Garrone. Cuidamos todos los detalles: zaino por zaino y mora por mora. Y nos escondimos a dos cuadras para ver los frutos de nuestro trabajo.


.... Continúa en la anterior
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