De inmediato recordé el relato de mi padre contando la primera vez en su vida que vio un automóvil, hacia fines de la Primera Guerra Mundial.
Estaban repartiendo pan, por las colonias cercanas a nuestro pueblo del sur de Córdoba, en una “volanta” tirada por uno o dos caballos cuando en un cruce de caminos se toparon con el artefacto desconocido. Volvieron a la panadería con una gran excitación y fueron corriendo a contarle a la nona Francisca el suceso: “Mama, mama, usted no va a creer pero vimos pasar una carro con caballos, muy rápido, levantado un tierral, …¡pero sin los caballos! Se lo juro mama.” Y selló su juramento besando un par de veces los índices cruzados de las manos.
La aparición de los primeros automóviles por nuestros caminos dejó huellas imborrables y anécdotas divertidas. José Luis Castiñeira de Dios, el gran músico argentino, contó esta. Nuestra familia estuvo radicada en Ushuaia desde principios del siglo XX. Para 1920 nació mi papá (el escritor y poeta José María) y en 1925, mi tío Enrique. En el medio ocurrió que mi abuelo compró y llevó a Ushuaia el primer Ford modelo T que hubo en la isla.
Tan orgulloso y entusiasmado estaba que al nacer mi tío lo bautizó Henry, como homenaje a Henry Ford.
Con el tiempo esto pasó de ser un hecho divertido a un problema familiar, en especial para el tío que detestaba ese nombre inglés, al punto de iniciar acciones legales hasta lograr que la justicia autorizara al Registro Civil el cambio de nombre y la emisión de un nuevo documente donde constaba el que eligió: ¡Enrique!
Enrique fue un prestigioso abogado y es considerado el padre de la legislación vitivinícola y uno de los pilares del Instituo Nacional del Vino. Pero, dice José Luis, cuando lo querían hacer enojar, le decíamos Henry.
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