Antonio Dal Masetto: UN ESCRITOR
Hace unos pocos días falleció Antonio Dal Masetto. La que sigue es la última colaboración que había mandado a Página12 y fue publicada post mortem en su homenaje.
Por el mismo motivo la pongo aquí y para que se vea cómo el mismo tema de la entrada anterior puede tratarse de manera poética y creativa a la vez. Eso hacen los escritores de oficio: no importa tanto la historia que cuentan sino cómo la cuentan.
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Hace unos pocos días falleció Antonio Dal Masetto. La que sigue es la última colaboración que había mandado a Página12 y fue publicada post mortem en su homenaje.
Por el mismo motivo la pongo aquí y para que se vea cómo el mismo tema de la entrada anterior puede tratarse de manera poética y creativa a la vez. Eso hacen los escritores de oficio: no importa tanto la historia que cuentan sino cómo la cuentan.
In god we trust
Recibo la
visita del licenciado Santoro. Acaba de terminar el borrador de una novela, su
primer libro. Solicita que le dé una mano en la corrección final. Le digo que
eso le costaría cierta cifra. Acepta, me adelanta cien dólares y convenimos en
comenzar dentro de una semana. Ando escaso de fondos así que apenas se va me
corro hasta la cueva de un fulano del barrio que conozco para convertir los
dólares en pesos. El fulano me explica que no puede aceptar el billete porque
alguien, con un resaltador, dibujó una aureola como de santo alrededor de la
calva de Benjamín Franklin. Esto no lo invalida, pero ocurre que la gente se
niega a recibir billetes con marcas. Me dice: “Con los nacionales no hay
problema, corre cualquier cosa, pero tratándose de plata extranjera solamente
te aceptan billetes impecables”. Entonces me acuerdo que le debo cien dólares
al amigo Orlando, lo llamo y le entrego el billete con el San Franklin.
Y ahí se
terminaría la historia si no ocurriese que tres días después me tocan timbre y
aparece Charles Ontivier, un falso francés que se dedica a vender cuadros
falsos, quien viene a pagarme una antiquísima deuda de cien dólares. Es un
dinero que había dado por perdido y considero el acontecimiento como
extraordinario, sobre todo conociéndolo a Charles. Así que me sorprendo más que
mucho y la sorpresa aumenta cuando descubro que el billete con que me paga es
el mismo que tres días antes le entregué al amigo Orlando, aquél con Franklin
convertido en santo. Inmediatamente disco el número de Orlando y me entero que
también él pagó una deuda con esos cien. Le explico lo sucedido y entre los dos
nos lanzamos a rastrear el recorrido del billete. Al cabo de algunas horas y
numerosos llamados telefónicos llegamos a la conclusión de que el billete pasó
exactamente por las manos de doce personas, a cada una de las cuales le debían
dólares y que a su vez debía dólares. El último pago le fue efectuado por un
abogado de San Isidro a Charles Ontivier, saldando la venta en cuotas de un
pequeño Quinquela (falso, según confesión del propio Charles).
De vuelta
en mi casa, mientras medito sobre la sorprendente calesita del San Franklin,
recibo un llamado del licenciado Santoro quien me dice que anda cerca y
necesita verme. Aparece unos minutos después, me informa que lamentablemente
debe suspender el proyecto de la corrección del libro, me expone una serie de
razones que harían lagrimear el corazón de una piedra y me pide que por favor
le devuelva los cien dólares. Meto la mano en el bolsillo y le entrego el billete.
El licenciado Santoro me asegura que soy un caballero y se retira.
Quedo
nuevamente solo y pienso largamente en esos cien dólares que llegaron y se
fueron como una mágica alfombra voladora, que casi no existieron, pero gracias
a los cuales doce personas cobraron lo que se les adeudaba o parte de ello,
pagaron sus propias deudas o parte de ellas, quedaron en paz con sus almas y
recuperaron o conservaron amistades y confianzas. Me devano los sesos con este
enigma. Y hay algo más. En esta extensa operación el movimiento no fue en
realidad de cien dólares, sino de mil doscientos (lo abonado por los doce
deudores). O de dos mil cuatrocientos, si se le suma lo recibido por las mismas
personas en su calidad de acreedores. Hice las cuentas lápiz en mano y confío
en no haberme equivocado, aunque dudo, no soy bueno para los números. Ya
oscureció y sigo reflexionando sobre lo mismo. A las especulaciones y al
misterio se ha ido sumando una sensación molesta. Me pregunto: ¿En este ir y
venir del billete de cien dólares, finalmente, no habré terminado perdiendo
plata?
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