El
despenador
Ventura García Calderón
Lo habían ensayado todo sin éxito; el sebo de jaguar; la lana de llama blanca, que alivia el dolor si se ha friccionado con ella el pecho del enfermo; las hierbas serranas que el brujo del pueblo vecino propinaba en un mate de chicha después de haber escupido, como las llamas, hacia los malos poderes del aire. La serafina, hechicera insigne, se untó el sábado por la noche el cuerpo entero de polvos amarillos y salió volando a Huamachuco, a besar tres veces el trasero del macho cabrío. Pero ni el diablo ni los santos pudieron aliviar al viejo cacique de indios que agonizaba en su cabaña.
El despenador se puede escuchar acá:
http://www.blindworlds.com/publicacion/78334
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Ventura García Calderón
Lo habían ensayado todo sin éxito; el sebo de jaguar; la lana de llama blanca, que alivia el dolor si se ha friccionado con ella el pecho del enfermo; las hierbas serranas que el brujo del pueblo vecino propinaba en un mate de chicha después de haber escupido, como las llamas, hacia los malos poderes del aire. La serafina, hechicera insigne, se untó el sábado por la noche el cuerpo entero de polvos amarillos y salió volando a Huamachuco, a besar tres veces el trasero del macho cabrío. Pero ni el diablo ni los santos pudieron aliviar al viejo cacique de indios que agonizaba en su cabaña.
No
moría el viejo como los demás, resignado a lo inevitable, en silencio, apenas
quejoso, bebiendo chicha y aguardiente para acelerar el tránsito a mejor vida. Se
retorcía, espumaba, maldiciendo. Nadie podía pegar los ojos en la cabaña: ni
los cerdos rosa, ni las alpacas, ni el perro pastor, ni los hijos del
moribundo, que se acostaban todos juntos. ¿Hasta cuándo iba a gemir el taita viejo? Los malos espíritus se
habían cernido allí como lechuzas en las tumbas; y junto al fogón, lleno de taquía, el estiércol de llama, que
tornaba sofocante la atmósfera, discutieron todos sin prisa. Tal vez el taita escuchó algún comentario, pues se
irguió en el lecho de paja con tan siniestra mirada que el hijo mayor se puso a
temblar y a persignarse.
Estaban
de acuerdo: era necesario llamar al despenador, último recurso antes de pagar
al cura el entierro. Cuando el caso es desesperado, el despenador viene a
abreviar la agonía.
Es
un verdugo de buena voluntad, respetado y pagado. Sólo pudo llegar dos horas
después porque había “trabajado” toda la tarde en un pueblo de los contornos.
Era un indio hercúleo, de barbas ralas y solapado mirar estrábico.
Vestía
poncho oscuro con pantalón de paño militar, y llevaba los desnudos pies roídos
por la nigua mal curada. Colgaban de
su cuello esas piedras que las gentes del país aseguran ser “ojos de gentil”,
es decir, disecados ojos de muerto. Para darse bríos pidió el despenador un
mate de chicha, y se estuvo chacchando
en la puerta, sin hablar, sonriendo torpemente al cielo, en que viraban los
cóndores. De cuando en cuando cogía un piojo de los cabellos y lo hacía
estallar entre los dientes.
Adentro,
el indio viejo siguió chillando, y fue preciso entrar a calmarlo. El despenador
apartó los cerdos, pudo amarrar al perro hambrón que aullaba siniestramente, y
en cuclillas avanzó hacia el agonizante; le sujetó ambos brazos con un ronzal.
Bruscamente le apoyó en el cuello el peso de su flaca rodilla. Era la manera
habitual de despenar. La aguda rótula penetró en las carnes, y el moribundo
empezó a jadear con ese estertor apresurado, que era siempre el preámbulo de la
fácil agonía. Sudaba el despenador en la cabaña, sudaba envuelto en el poncho,
sin terminar. Sentía sobre sí la mirada fría del cacique y perdía los bríos
para estrangularlo.
-¡Pumañahui, cuntursoncco! (Ojos de puma,
corazón de cóndor) –regañó entre dientes con un gemido gutural.
El
moribundo pudo deshacerse, en fin, de aquellos garfios de los dedos; se irguió
como un hombre sano, y la lucha comenzó en silencio. Por primera vez el
despenador veía con espanto la resurrección de un cliente sin acertar a
defenderse. ¡El cacique había recobrado aquella fuerza famosa que le permitía
matar indios de un solo abrazo!
La
familia aguardaba en la puerta que el despenador saliera a llorar con ella al
cacique muerto. Para esperar con calma, para alejar a los malos espíritus que
circundaban la cabaña, trajeron chicha y aguardiente en los inmensos porongos que ostentaban en relieve
chorreras de lluvia y mazorcas de maíz, todos los signos de la abundancia del
Padre Sol, fecundo y dadivoso cuando quiere. Junto al coro de bebedores, un
chiquillo se dejaba conducir como un ciego de lazarillo por una rata
monstruosa: llevaba atada al rabo una cuerda de lana roja. Sobre un nido
salvaje se removían dos aguiluchos recién nacidos que alguien robara, para
obsequiarlos, en la más alta roca de los Andes.
Entonces,
como se escucharan ruidos violentos en la choza, nunca jamás la acción de
despenar a un moribundo había tardado tanto, se decidieron los hijos a derribar
la puerta. Un alarido común los retuvo. El moribundo había llevado hasta el
fogón de taquia al despenador, que
agonizaba allí, carbonizado ya, con el rostro adolorido y anguloso de las
antiguas momias. En cuclillas, el cacique estaba quemando para calmar a los
poderes infernales, unas hojas de coca en la vasija negra.
Al
sentir entrar a sus parientes, no se quejó ni volvió el rostro para mirar con
severidad a nadie. Matar a los moribundos era la costumbre inmemorial y él la
acataba como todos. Pero él estaba vivo, fuerte, lozano. Para probarlo, levantó
a un cerdo en brazos y salió entonces al aire libre, masticando la coca amarga,
a beber y bailar con toda la parentela serrana que preparaba el funeral.
FINEl despenador se puede escuchar acá:
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