martes, 1 de diciembre de 2015

Ventura García Calderón - El despenador

El despenador
Ventura García Calderón


Lo habían ensayado todo sin éxito; el sebo de jaguar; la lana de llama blanca, que alivia el dolor si se ha friccionado con ella el pecho del enfermo; las hierbas serranas que el brujo del pueblo vecino propinaba en un mate de chicha después de haber escupido, como las llamas, hacia los malos poderes del aire. La serafina, hechicera insigne, se untó el sábado por la noche el cuerpo entero de polvos amarillos y salió volando a Huamachuco, a besar tres veces el trasero del macho cabrío. Pero ni el diablo ni los santos pudieron aliviar al viejo cacique de indios que agonizaba en su cabaña.

No moría el viejo como los demás, resignado a lo inevitable, en silencio, apenas quejoso, bebiendo chicha y aguardiente para acelerar el tránsito a mejor vida. Se retorcía, espumaba, maldiciendo. Nadie podía pegar los ojos en la cabaña: ni los cerdos rosa, ni las alpacas, ni el perro pastor, ni los hijos del moribundo, que se acostaban todos juntos. ¿Hasta cuándo iba a gemir el taita viejo? Los malos espíritus se habían cernido allí como lechuzas en las tumbas; y junto al fogón, lleno de taquía, el estiércol de llama, que tornaba sofocante la atmósfera, discutieron todos sin prisa. Tal vez el taita escuchó algún comentario, pues se irguió en el lecho de paja con tan siniestra mirada que el hijo mayor se puso a temblar y a persignarse.

Estaban de acuerdo: era necesario llamar al despenador, último recurso antes de pagar al cura el entierro. Cuando el caso es desesperado, el despenador viene a abreviar la agonía.
Es un verdugo de buena voluntad, respetado y pagado. Sólo pudo llegar dos horas después porque había “trabajado” toda la tarde en un pueblo de los contornos. Era un indio hercúleo, de barbas ralas y solapado mirar estrábico.

Vestía poncho oscuro con pantalón de paño militar, y llevaba los desnudos pies roídos por la nigua mal curada. Colgaban de su cuello esas piedras que las gentes del país aseguran ser “ojos de gentil”, es decir, disecados ojos de muerto. Para darse bríos pidió el despenador un mate de chicha, y se estuvo chacchando en la puerta, sin hablar, sonriendo torpemente al cielo, en que viraban los cóndores. De cuando en cuando cogía un piojo de los cabellos y lo hacía estallar entre los dientes.

Adentro, el indio viejo siguió chillando, y fue preciso entrar a calmarlo. El despenador apartó los cerdos, pudo amarrar al perro hambrón que aullaba siniestramente, y en cuclillas avanzó hacia el agonizante; le sujetó ambos brazos con un ronzal. Bruscamente le apoyó en el cuello el peso de su flaca rodilla. Era la manera habitual de despenar. La aguda rótula penetró en las carnes, y el moribundo empezó a jadear con ese estertor apresurado, que era siempre el preámbulo de la fácil agonía. Sudaba el despenador en la cabaña, sudaba envuelto en el poncho, sin terminar. Sentía sobre sí la mirada fría del cacique y perdía los bríos para estrangularlo.
-¡Pumañahui, cuntursoncco! (Ojos de puma, corazón de cóndor) –regañó entre dientes con un gemido gutural.

El moribundo pudo deshacerse, en fin, de aquellos garfios de los dedos; se irguió como un hombre sano, y la lucha comenzó en silencio. Por primera vez el despenador veía con espanto la resurrección de un cliente sin acertar a defenderse. ¡El cacique había recobrado aquella fuerza famosa que le permitía matar indios de un solo abrazo!

La familia aguardaba en la puerta que el despenador saliera a llorar con ella al cacique muerto. Para esperar con calma, para alejar a los malos espíritus que circundaban la cabaña, trajeron chicha y aguardiente en los inmensos porongos que ostentaban en relieve chorreras de lluvia y mazorcas de maíz, todos los signos de la abundancia del Padre Sol, fecundo y dadivoso cuando quiere. Junto al coro de bebedores, un chiquillo se dejaba conducir como un ciego de lazarillo por una rata monstruosa: llevaba atada al rabo una cuerda de lana roja. Sobre un nido salvaje se removían dos aguiluchos recién nacidos que alguien robara, para obsequiarlos, en la más alta roca de los Andes.

Entonces, como se escucharan ruidos violentos en la choza, nunca jamás la acción de despenar a un moribundo había tardado tanto, se decidieron los hijos a derribar la puerta. Un alarido común los retuvo. El moribundo había llevado hasta el fogón de taquia al despenador, que agonizaba allí, carbonizado ya, con el rostro adolorido y anguloso de las antiguas momias. En cuclillas, el cacique estaba quemando para calmar a los poderes infernales, unas hojas de coca en la vasija negra.

Al sentir entrar a sus parientes, no se quejó ni volvió el rostro para mirar con severidad a nadie. Matar a los moribundos era la costumbre inmemorial y él la acataba como todos. Pero él estaba vivo, fuerte, lozano. Para probarlo, levantó a un cerdo en brazos y salió entonces al aire libre, masticando la coca amarga, a beber y bailar con toda la parentela serrana que preparaba el funeral.
FIN

El despenador se puede escuchar acá:
http://www.blindworlds.com/publicacion/78334
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