El cuento que sigue es parte de:
Arturo Pérez-Reverte, Los barcos se pierden en tierra, 2011, Alfaguara, Buenos Aires.
La acción transcurre en las cercanías del cabo Roig, Alicante, España y, seguramente el inglés va navegando de regreso a Inglaterra desde las Baleares, que los guiris han hecho suyas desde Trafalgar en adelante, mal que le pese a Don Arturo.
La vela enemiga se ve mejor ahora que el sol está alto. Es fácil reconocerla: el aparejo de un queche que el viento, levante de ocho o diez nudos, permite llevar con todo el trapo arriba, amurado a babor. La marejada fuerte y molesta del amanecer ha disminuido, y ahora podemos ver su casco. Con los prismáticos alcanzo a distinguir la bandera: roja, la Union Jack en un ángulo. Un inglés. El corazón me late aprisa, pues desde que descubrimos la vela al alba, cuando se deslizaba sigilosamente por el freu de Tabarca y nosotros aguardábamos al acecho, fondeados en tres brazas de agua, sin luces, las velas aferradas, y camuflados ante la línea oscura de la isla, intuí que podía ser inglés. En esas fechas y entre semana, la mayor parte de los veleros que bajan para doblar hacia el sur la punta de Palos y navegan de noche sin resguardarse en los puertos o fondeaderos próximos, son extranjeros: holandeses, algún francés. E ingleses. Y a mi tripulación y a mí nos encanta cazar ingleses.
Nuestro velero es rápido. No es un regatero nervioso, ni lleva velas de competición, y la vela spinaker está prohibida a bordo con pena de pasar por la quilla a quien la mencione, porque es presuntuosa, incómoda y asesina. El nuestro es un sólido crucero de altura con casco de líneas muy rápidas, un sloop, aparejado de cúter con trinquete afilada como un cuchillo, y en vez de una mayor enrollable arbola una buena y clásica vela grande con tres fajas de rizos. Tampoco mi dotación viste calzado náutico de diseño, pantalones hasta la rodilla ni polos de marca con emblemas publicitarios: son chicas duras que llevan tejanos descoloridos, con navajas en un bolsillo de atrás, y tienen los nudillos y las rodillas llenos de cicatrices, y los bíceps endurecidos por los winches. Tipas peligrosas en tierra, vengativas en las cacerías, crueles y duras en los abordajes.
Y así, poco a poco, cable a cable vamos dando caza a la presa. El viento ha refrescado un poco cerrándose quince grados hacia la proa, y ahora es un estesureste que pone seis nudos y medio en la corredera. Mando cazar el génova y largar un poco la escota de la mayor, y ganamos medio nudo más. El barco navega ahora a un descuartelar, con el agua espumeando a lo largo de la banda de estribor, y la presa está cada vez más cerca. La tensión se siente de proa a popa, y una voz dice: «Es nuestro».
Pero no es tan fácil, voto a Dios. El perro inglés es algo más ceñidor y gana barlovento, y nuestro rumbo nos lleva más cerca de tierra que él. Miro con preocupación la sonda, que disminuye. Once, nueve, ocho brazas. La presa está ahora a un cable por la amura de babor, pero ante nuestra proa se agranda la punta rojiza del cabo Roig. Seis brazas. Temo verme obligado a dar un bordo mar adentro y perder distancia, o que el inglés pase la punta y luego meta todo a sotavento, arribe cortando nuestra proa, nos largue una, andanada con las baterías de estribor mientras estamos en plena maniobra de virar por avante, y después busque impunemente resguardo en el puertecito que hay detrás. Pero de pronto el viento refresca, orzamos cinco grados, y cabo Roig queda en franquía, por los pelos, con tres brazas en la sonda y siete nudos y medio en la corredera mientras volamos de bolina sobre el mar, dejando una estela blanca y recta por la popa. Ahora sí que ese cabrón es nuestro, me digo. Lo tenemos por el través de babor, a medio cable, yéndose hacia la aleta. Espero un poco, y luego ordeno preparar la batería de estribor. Ya puede ir encomendándose a Nelson y a la madre que lo parió.
«A virar», grito mientras desconecto el piloto y cojo el timón. Con la tripulación bien entrenada en drizas, pólvora y ron, el génova se amura a la otra banda cuando meto la proa en el viento y me acerco recto a la presa, ciñendo. Casi puedo oler las mechas encendidas y verlo acercarse a mis portas abiertas. Magic carpet, leo en su espejo. London. Y entonces arrío mi falsa bandera francesa e izo la española —treta legítima—, le corto la estela por la popa, bien cerrado y en ángulo recto, y cuando está perpendicular a mi través, a menos de quince metros, le largo al inglés una andanada mental que arrasa su cubierta, derriba el mesana entre astillazos y hace picadillo a los dos respetables ancianos de piel rojiza que me miran boquiabiertos desde la bañera, ella con un libro en las manos y él fumándose una pacífica pipa. Preguntándose, supongo, qué diablos hace ese majara. Ignorando, los pobres infelices, que llevo seis horas dándoles caza y que acabo de mandarlos al fondo del mar.
25 de julio de 1999
Arturo Pérez-Reverte, Los barcos se pierden en tierra, 2011, Alfaguara, Buenos Aires.
El libro es una recopilación de textos y artículos cortos sobre barcos, mares y marinos que escribió a lo largo de 18 años.
Está lleno de ironía y mordacidad –a veces excesiva hasta que el lector se familiariza–, pero te lleva a un paseo del que no dan ganas de volver. Entre todos he elegido este que, a mi gusto, tiene la dosis justa de amor y fantasía, además de estar hermosamente escrito.La acción transcurre en las cercanías del cabo Roig, Alicante, España y, seguramente el inglés va navegando de regreso a Inglaterra desde las Baleares, que los guiris han hecho suyas desde Trafalgar en adelante, mal que le pese a Don Arturo.
La vela enemiga se ve mejor ahora que el sol está alto. Es fácil reconocerla: el aparejo de un queche que el viento, levante de ocho o diez nudos, permite llevar con todo el trapo arriba, amurado a babor. La marejada fuerte y molesta del amanecer ha disminuido, y ahora podemos ver su casco. Con los prismáticos alcanzo a distinguir la bandera: roja, la Union Jack en un ángulo. Un inglés. El corazón me late aprisa, pues desde que descubrimos la vela al alba, cuando se deslizaba sigilosamente por el freu de Tabarca y nosotros aguardábamos al acecho, fondeados en tres brazas de agua, sin luces, las velas aferradas, y camuflados ante la línea oscura de la isla, intuí que podía ser inglés. En esas fechas y entre semana, la mayor parte de los veleros que bajan para doblar hacia el sur la punta de Palos y navegan de noche sin resguardarse en los puertos o fondeaderos próximos, son extranjeros: holandeses, algún francés. E ingleses. Y a mi tripulación y a mí nos encanta cazar ingleses.
Nuestro velero es rápido. No es un regatero nervioso, ni lleva velas de competición, y la vela spinaker está prohibida a bordo con pena de pasar por la quilla a quien la mencione, porque es presuntuosa, incómoda y asesina. El nuestro es un sólido crucero de altura con casco de líneas muy rápidas, un sloop, aparejado de cúter con trinquete afilada como un cuchillo, y en vez de una mayor enrollable arbola una buena y clásica vela grande con tres fajas de rizos. Tampoco mi dotación viste calzado náutico de diseño, pantalones hasta la rodilla ni polos de marca con emblemas publicitarios: son chicas duras que llevan tejanos descoloridos, con navajas en un bolsillo de atrás, y tienen los nudillos y las rodillas llenos de cicatrices, y los bíceps endurecidos por los winches. Tipas peligrosas en tierra, vengativas en las cacerías, crueles y duras en los abordajes.
Y así, poco a poco, cable a cable vamos dando caza a la presa. El viento ha refrescado un poco cerrándose quince grados hacia la proa, y ahora es un estesureste que pone seis nudos y medio en la corredera. Mando cazar el génova y largar un poco la escota de la mayor, y ganamos medio nudo más. El barco navega ahora a un descuartelar, con el agua espumeando a lo largo de la banda de estribor, y la presa está cada vez más cerca. La tensión se siente de proa a popa, y una voz dice: «Es nuestro».
Pero no es tan fácil, voto a Dios. El perro inglés es algo más ceñidor y gana barlovento, y nuestro rumbo nos lleva más cerca de tierra que él. Miro con preocupación la sonda, que disminuye. Once, nueve, ocho brazas. La presa está ahora a un cable por la amura de babor, pero ante nuestra proa se agranda la punta rojiza del cabo Roig. Seis brazas. Temo verme obligado a dar un bordo mar adentro y perder distancia, o que el inglés pase la punta y luego meta todo a sotavento, arribe cortando nuestra proa, nos largue una, andanada con las baterías de estribor mientras estamos en plena maniobra de virar por avante, y después busque impunemente resguardo en el puertecito que hay detrás. Pero de pronto el viento refresca, orzamos cinco grados, y cabo Roig queda en franquía, por los pelos, con tres brazas en la sonda y siete nudos y medio en la corredera mientras volamos de bolina sobre el mar, dejando una estela blanca y recta por la popa. Ahora sí que ese cabrón es nuestro, me digo. Lo tenemos por el través de babor, a medio cable, yéndose hacia la aleta. Espero un poco, y luego ordeno preparar la batería de estribor. Ya puede ir encomendándose a Nelson y a la madre que lo parió.
«A virar», grito mientras desconecto el piloto y cojo el timón. Con la tripulación bien entrenada en drizas, pólvora y ron, el génova se amura a la otra banda cuando meto la proa en el viento y me acerco recto a la presa, ciñendo. Casi puedo oler las mechas encendidas y verlo acercarse a mis portas abiertas. Magic carpet, leo en su espejo. London. Y entonces arrío mi falsa bandera francesa e izo la española —treta legítima—, le corto la estela por la popa, bien cerrado y en ángulo recto, y cuando está perpendicular a mi través, a menos de quince metros, le largo al inglés una andanada mental que arrasa su cubierta, derriba el mesana entre astillazos y hace picadillo a los dos respetables ancianos de piel rojiza que me miran boquiabiertos desde la bañera, ella con un libro en las manos y él fumándose una pacífica pipa. Preguntándose, supongo, qué diablos hace ese majara. Ignorando, los pobres infelices, que llevo seis horas dándoles caza y que acabo de mandarlos al fondo del mar.
25 de julio de 1999
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5 comentarios:
Puedo llegar a ser una tipa peligrosa en tierra, vengativa en las cacerías, cruel y dura en los abordajes, usar unos "tejanos" y hasta mostrar alguna cicatriz, pero por ahora me bajo del velero porque consciente de mis límites siento que no puedo usar la navaja al mismo tiempo que consulto el diccionario de términos naúticos.
Sería terrible que me ordenaran cazar el génova y yo,por buscar el significado en el diccionario mojado,impidiera que el barco inglés "no fuera nuestro".
Este delicioso cuento nos salpica con el amor por los veleros y la antipatía por los ingleses...de Pérez- Reverte:)
abrazos.
Excelente cuento pero me permito discrepar con respecto al "balón" (me gusta más en castellano). Acepto que es presuntuoso pero embarcado yo soy muuuy vanidoso; ¿incómodo? ¿de qué otra manera se pudiera tolerar el fastidioso viento en popa? y ¿asesino? Claro, para quien no sabe usarlo pero más asesina es la botavara. Habría mucho más para analizar pero por ser el cuento tan bueno (y me dá miedo de estar ejerciendo mi vanidad)lo dejo por acá. Un abrazo.-
Marossa:
uno de los principales reproches que se hacen a los escritores que saben de navegación es ese. Que debieran poder decir lo mismo sin recurrir a terminología sofisticada.
Este caso es la excepción, porque se trata de un libro específico sobre el tema.
Con respecto a sus tareas a bordo, no se haga problemas... todo se aprende. Queda contratada.
juan pascualero:
Los tipos amigos del spy son muy buscados, así que puede pedir buena paga.
Me gustó mucho el final y eso de la "treta legítima" con el pabellón.
Un abrazo
juan pasculero:
Me olvidé. Coincido en que asesina y desonsiderada es la botavara.
Muy buenooo!!!!!!!
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