El club de los vegetarianos tiene muchos partidarios y su número va en paulatino aumento.
El
boom tiene múltiples razones, más ambientales que nutricionales, más ideológicas
que saludables, más filosóficas que fisiológicas (pueden reemplazar “más” y
“que” por “tanto” y “como” si lo prefieren.)
Dejemos
de lado en lo que sigue los aspectos médicos y nutricionales de las diferentes
opciones para poner en cuestión otros aspectos vinculados: los contextos
históricos y culturales implicados.
El
éxito de los alimentos “incruentos” se apoya principalmente en el “derecho a la
vida” de otras especies vivientes. Resumiendo: renunciamos a los bifes por
objeción de conciencia alimentaria, por amor o por solidaridad con los
cuadrúpedos y otros animales.
Las
explicaciones de nuestra conducta son complejas y exceden la natural
preocupación por la salud y la nutrición. La idea de que comer carne hace mal
es una mezcla de cosas que viene desde las raíces del pensamiento occidental.
Los
primeros homínidos eran vegetarianos. Desde que dejamos los árboles y adoptamos
la postura erecta, nuestra especie se desarrolló a partir de grupos cazadores
nómades, que aseguraban así alimentos y sobrevivencia. Varias especies animales
más incluyen carne, incluso humana, en su dieta: practican la antropofagia a
medida de sus posibilidades depredadoras o por falta de otros alimentos.
La
idea de comer carne humana, antigua e inquietante, nos viene de cuando formamos
las primeras hordas e incluso almorzábamos a nuestros derrotados, como una
manera de honrarlos e incorporarlos.
Más
tarde, el noble Pitágoras, padre de las dietas verdes, difundía su horror por
el derrame de sangre animal. Se negaba a tocar a los carniceros por
considerarlos impuros y portadores de fatales contaminaciones.
Razones
tenía: que la sangre tiene algo de cruento lo dice la palabra misma; incluye la
raíz indoeuropea Krei, de la que
derivan, en muchas lenguas occidentales, palabras como crudo, crimen, crueldad,
sangre, sanguinolento, cadáver.
La
etimología reúne a todos los vegetarianos, los antiguos y los modernos.
El
conmovedor sentimiento pitagórico sobre los animales lo contó Ovidio en el
libro XV de la Metamorfosis. La lectura del viejo texto con la sensibilidad actual
nos expone a convertirnos de inmediato a
la “no violencia alimentaria”. Aunque el viejo matemático, en honor a la
verdad, no vedaba la ingesta de carne en general sino la de los animales amigos
del hombre: bueyes, ovejas, caballos y asnos. Nada decía de los jabalíes,
cabras y otros bichos que arruinaban los sembrados y destruían los viñedos. O
sea que el tipo era una especie de ecologista temprano cuya prédica la tomó el
cristianismo en el tema de la abstinencia de carne durante algunas fiestas. El
tema tuvo rechazos y adhesiones, entre las más conocidas, la de San Francisco
de Asis.
García
Márquez, en El otoño del patriarca y
Shakespeare en Tito Andrónico cuentan
unos banquetes que incluyen la manducación de algunos insumisos.
En
oposición a esto tenemos a Gandhi por un lado y a Lisa Simpson por otro como
abanderados de los herbívoros puros. Algún desarrapado podrá decirme que
Hitler también era vegetariano, como prueba de que este tipo de alimentación no
es garantía de buena conducta para con los semejantes.
Las
distancias son cortas y parece que no pasan por allí, pero en realidad vale
preguntarse:
¿Es
que en cada dietética hay también una ética?
¿Estamos
expiando alguna culpa con nuestra decisión alimentaria?
¿Nos queremos proteger de algún recuerdo terrorífico?
Lo
anterior es un resumen libre de un excelente artículo de opinión de MARINO
NIOLA que publicó La Repubblica, diario
italiano, en septiembre de 2017.
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