sábado, 30 de diciembre de 2017

¿Vegetarianos o carnívoros?











El club de los vegetarianos tiene muchos partidarios y su número va en paulatino aumento.
El boom tiene múltiples razones, más ambientales que nutricionales, más ideológicas que saludables, más filosóficas que fisiológicas (pueden reemplazar “más” y “que” por “tanto” y “como” si lo prefieren.)
Dejemos de lado en lo que sigue los aspectos médicos y nutricionales de las diferentes opciones para poner en cuestión otros aspectos vinculados: los contextos históricos y culturales implicados.
El éxito de los alimentos “incruentos” se apoya principalmente en el “derecho a la vida” de otras especies vivientes. Resumiendo: renunciamos a los bifes por objeción de conciencia alimentaria, por amor o por solidaridad con los cuadrúpedos y otros animales.

Las explicaciones de nuestra conducta son complejas y exceden la natural preocupación por la salud y la nutrición. La idea de que comer carne hace mal es una mezcla de cosas que viene desde las raíces del pensamiento occidental.
Los primeros homínidos eran vegetarianos. Desde que dejamos los árboles y adoptamos la postura erecta, nuestra especie se desarrolló a partir de grupos cazadores nómades, que aseguraban así alimentos y sobrevivencia. Varias especies animales más incluyen carne, incluso humana, en su dieta: practican la antropofagia a medida de sus posibilidades depredadoras o por falta de otros alimentos.
La idea de comer carne humana, antigua e inquietante, nos viene de cuando formamos las primeras hordas e incluso almorzábamos a nuestros derrotados, como una manera de honrarlos e incorporarlos.

Más tarde, el noble Pitágoras, padre de las dietas verdes, difundía su horror por el derrame de sangre animal. Se negaba a tocar a los carniceros por considerarlos impuros y portadores de fatales contaminaciones.
Razones tenía: que la sangre tiene algo de cruento lo dice la palabra misma; incluye la raíz indoeuropea Krei, de la que derivan, en muchas lenguas occidentales, palabras como crudo, crimen, crueldad, sangre, sanguinolento, cadáver.
La etimología reúne a todos los vegetarianos, los antiguos y los modernos.

El conmovedor sentimiento pitagórico sobre los animales lo contó Ovidio en el libro XV de  la Metamorfosis. La lectura del viejo texto con la sensibilidad actual nos expone a convertirnos  de inmediato a la “no violencia alimentaria”. Aunque el viejo matemático, en honor a la verdad, no vedaba la ingesta de carne en general sino la de los animales amigos del hombre: bueyes, ovejas, caballos y asnos. Nada decía de los jabalíes, cabras y otros bichos que arruinaban los sembrados y destruían los viñedos. O sea que el tipo era una especie de ecologista temprano cuya prédica la tomó el cristianismo en el tema de la abstinencia de carne durante algunas fiestas. El tema tuvo rechazos y adhesiones, entre las más conocidas, la de San Francisco de Asis.

García Márquez, en El otoño del patriarca y Shakespeare en Tito Andrónico cuentan unos banquetes que incluyen la manducación de algunos insumisos.
En oposición a esto tenemos a Gandhi por un lado y a Lisa Simpson por otro como abanderados de los herbívoros puros. Algún desarrapado podrá decirme que Hitler también era vegetariano, como prueba de que este tipo de alimentación no es garantía de buena conducta para con los semejantes.
Las distancias son cortas y parece que no pasan por allí, pero en realidad vale preguntarse:
¿Es que en cada dietética hay también una ética?
¿Estamos expiando alguna culpa con nuestra decisión alimentaria?
¿Nos queremos proteger de algún recuerdo terrorífico?


Lo anterior es un resumen libre de un excelente artículo de opinión de MARINO NIOLA que publicó La Repubblica, diario italiano, en septiembre de 2017.
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