sábado, 27 de septiembre de 2008

Inseminación artificial

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Intercambio de Tecnologías
(Relato)
Para 1952, había llegado al pueblo un veterinario italiano, joven, recién recibido en la Universidad de Bologna. El asunto era revolucionario en varios sentidos. Primero, porque en la zona no era muy común la profesión de veterinario y, segundo, porque éste era especialista en inseminación artificial.
Los primeros tiempos los pasó en aprender el castellano, revalidar el título en la Universidad de Córdoba -lo que hacía sudar la gota gorda al gringo- y en conseguir un trabajo que le permitiera ingresar dinero, que no tardó en lograr en una estancia de un pueblo vecino, donde el dueño, innovador también, enseguida le trajo un toro de raza desde Canadá, para probar la novedad.
Conseguida la reválida, dividía su tiempo entre el trabajo en la estancia y su propia veterinaria, que era el principal objeto de sus esfuerzos. Allí se empeñó en vender sus servicios de inseminación, al que destinaba una parte del semen del torito canadiense, que obtenía a cambio de su trabajo en la estancia.
Para eso, tuvo que sortear un sinfín de problemas: cambiar costumbres ancestrales, luchar con el clima, los caminos de tierra y la falta de comunicaciones.
Nada arredraba al doctor Doménico, cuyo empuje, al decir de los paisanos, era mayor que tres yuntas de bueyes juntas. Una a una iba venciendo las dificultades. Primero, consiguió un cliente, luego, otro –a tres leguas, pero, lamentablemente, para el otro lado del pueblo- y así en más. Para su movilidad, lo ayudó el gobierno con un crédito generoso con el que se estimulaba a los profesionales inmigrantes que se radicaban en el campo. Importó libre de impuestos una “chatita” Mercedes Benz 170, modelo 1953, gasolera.
No había muchos autos por aquella época y, menos, cero kilómetro. Los chicos andábamos como locos cuando el gringo sacaba la “mecha” y no lo dejábamos irse hasta que nos llevaba a dar una vuelta de punta a punta del boulevard. Subíamos como diez -en la caja, por supuesto- y era la felicidad total.

El problema que aparecía insoluble era el de las comunicaciones. Ahora, con los celulares, suena a risa; pero en esa época no había teléfonos en el campo. Apenas había teléfonos en el pueblo; 18, para ser más precisos.
La cuestión radicaba en que los chacareros que se habían interesado y suscripto al servicio debían avisar a la veterinaria que “fulana de tal”, perteneciente a “fulano de tal” –es decir, la vaca tal del colono cual-, había entrado en celo. Y todo debía ser hecho con cierta celeridad, porque si no el celo pasaba y había que esperar hasta el próximo ciclo, con todos los inconvenientes, pérdidas económicas y de oportunidades.
Si el aviso se recibía en tiempo, había que salir a efectuar “el servicio”. Pero para traer la noticia, los caminos debían estar transitables, no tenía que amenazar lluvia, el colono debía estar en condiciones de suspender tareas -a veces impostergables, como el ordeño, la cosecha o lo que sea-, hacerse las tres o cuatro leguas en sulky hasta el pueblo y, luego, la vuelta.
Claro, siempre quedaba la posibilidad de “darle toro, nomás”, pero no era lo mismo: el canadiense tenía hijas que promediaban un diluvio de leche por año. Las dificultades se centraban en el modo de avisar, y esto ponía en jaque la implementación de toda la tecnología.
“Esto allá da nosotros -cuando estaba apurado el doctor hablaba en cocoliche- non sucede. Tutto é molto cerca y las vacas duermen bajo techo”. Nosotros no lo podíamos creer.
La cuestión se discutía en el Bar y Cine Central, en todos sus aspectos, desde la fisiología y la genética hasta los costos y la conveniencia del método. Preguntas como “¿Cuántas vacas forman el plantel que puede “atender” un toro?” y otras similares amenizaban las veladas y consumían cafés tras cafés.

Hasta que enterado del tema, el viejo Rosaschino, que tenía un palomar en el fondo de su casa, aportó la que fue por mucho tiempo la solución definitiva.
Fue a verlo al doctor Doménico y le propuso lo siguiente: “Yo le preparo un jaula para cada cliente y usted se las deja en cada chacra. Cuando una vaca entre en celo, ellos soltarán una paloma y ella vendrá sola de vuelta a casa. Ahí, vengo yo, y le aviso enseguida. Eso sí, se tienen que comprometer a cuidarme las palomas, darles comida y agua fresca todos los días. Otra cosa, como yo a veces me voy a Villa María a visitar a mi hija, les vamos a poner un anillo con los nombres: Rizzi, Wenger, Marconi, Sáenz; porque Maltaneri, mi vecino queda a cargo del palomar, pero él no las distingue bien una de otra”.
La propuesta fue aceptada de inmediato. El "intercambio de tecnologías" -como lo denominaba el viejo-, fue la solución mágica, eficaz como el huevo de Colón o la rotura del nudo gordiano. Incluso, hay quien dice que no fue del todo así, que el método ya se usaba en otros lados, que el viejo Rosaschino lo sabía por una revista de la Sociedad Colombófila. Puede ser, pero todos conocemos lo que es la envidia.
Fernando Terreno
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1 comentario:

Anónimo dijo...

Yo conocí ese veterinario.Lo veo manejando grandes Atlas,que recorría como si
hubiera conocido cada rincón del mundo Qué gratos recuerdos,
sumado a esa capacidad de acción en su especialidad,enfrentando los escasos
medios de la época!
Disfruté la excelente narración.