martes, 6 de octubre de 2015

Talleres literarios - Plumas verdes

Plumas verdes o El otro yo del Dr. M.


Lo que mata no es la humedad sino la lectura de textos en el taller. Cualquier chichipío o chichipía sueña que puede escribir y se aplica a la tarea con la determinación de un converso y una voluntad de hierro. Toman la lapicera y se largan con todo atrás de una vaga idea que se les cruzó por la cabeza. Es como si el hecho de completar unas líneas los ubicara en algún exclusivo paraíso y les asegurara la eternidad o sus cinco minutos de fama.
En realidad, esos cinco minutos suyos, son cuarenta y cinco minutos míos luchando contra viento y marea con un fárrago de adverbios y adjetivos indigeribles aderezados con una salsa de egos y clichés de todo tipo. Quedo exhausto atrapado en párrafos llenos de lugares comunes acompañados por una profusión de fantasías de todo tipo: infantiles, sexuales y sueños estrafalarios.
 
¿Qué les pasará por la cabeza a sus compañeros mientras ellos leen?
En algunas ocasiones los miro sin ver y, de repente, me encuentro clasificándolos según las consabidas etiquetas: los que hacen oídos sordos, los que andan por las nubes de Úbeda, las arpías –prontas a saltarle a la yugular si la ocasional lectora es otra fémina–, las mosquitas muertas. En fin, la lista es larga como esperanza de pobre.
Los que leen parecen haber perdido la noción del tiempo y están dispuestos a persistir en la tarea hasta que se acabe el mundo. El estar en el ojo de la tormenta parece provocarles algún disfrute. Hasta que, de pronto, se hace un manto de espeso silencio: hemos llegado al final. El respetable público y la víctima esperan los alegatos y el veredicto del jurado.
Menos mal que tengo bastantes carreras corridas y que algún ansioso siempre adelanta su opinión porque si no romper el hielo, sin herir susceptibilidades, sería una ardua tarea. Si consigo superar la inercia inicial, y he tenido un buen día, diría que logro sacarle el jugo a la situación –aunque  el texto sea pesado como collar de melones–  y la cosa resulta bien nutricia tanto para el educador como para los educandos.
 
 
Ahora, digo yo, ¿por qué no se les ocurre leer cada vez que sienten la tentación de escribir? Las cifras hablan claro y son lapidarias: hay más escritores que lectores. Es imperativo generar lectores.
Digo imperativo y algo me suena mal, enseguida lo asocio con tener la sartén por el mango y eso del enano fascista que dicen que los argentinos llevamos adentro.
Saquemos lo de imperativo y vayamos a otra cosa, a algo subjuntivo, digamos. Que sea imperioso conseguir lectores. Pero planteado de este manera suena algo hipotético y se diluye en una expresión de buenos deseos. Así no parece que fuéramos a llegar a ningún lado. Olvidemos pues el subjuntivo y continuemos esto de conseguir lectores de otro modo para no entrar en una vía muerta.

Busquemos lectores vocacionales. Al final se me hace que, con un poco de benevolencia y poniendo un manto de piedad sobre sus textos, estos potenciales lectores puestos a escribir tienen la virtud de ser miembros plenos y concretos de la cofradía de las palabras. Palabras a las que no sólo lleva el viento sino cada uno de ellos en lo más hondo de su corazón.


Fernando Terreno
Sept. 2015

Las viñetas son de Omar Janaan, Forges y Otonel Guevara
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