Un buen día
decidí ser un escritor de ficción. Me expresaré mejor: representar un escritor
de ficción. Imaginaba que al mostrarme de ese modo no tendría la sensación de angustia
y fragilidad que me ataca al leer un texto propio ante mis compañeros.
Si actuar
consiste en construir un mundo de ficción, y escribir también lo es, parecía
que allí podía haber algo que me ayudara a superar la sensación de desamparo
que tenía al leer los trabajos en el taller literario. La actuación casi teatral se me apareció como el extraño vehículo que podía diferenciar el lugar del escritor o ayudarme a encontrar mi propio lugar. No el de la escritura pero, ¿hay escritura sin escritor?
Llegué a la
clase con un discreto aire a Proust (tampoco era cuestión de hacer una macchietta), con este par de hojas en la
mano y con la firme intención de no pronunciar palabra alguna hasta que tocara
mi turno.
“Lo que importa
es el texto, las palabras, lo que queda escrito. De eso tratamos en este
taller. Lo demás es…” El Profesor ha repetido varias veces esa frase, que cuestiona por adelantado el procedimiento, pero yo espero que mi caracterización de Proust me proteja. Mi caracterización y estas líneas donde quiero traducir las sensaciones y la incertidumbre que me provoca el intento de escribir.
“¿De qué se trata? ¿Es una novela, un cuento, un relato, o qué?”
El director insiste a menudo con su manía clasificatoria pero a mí no debería importarme en esta ocasión. Por un lado, el traje es un escudo protector y; por el otro, el mismo Proust me ayuda con palabras: “La pereza o la duda o la impotencia se refugian en la incertidumbre sobre la forma... ¿Debo hacer una novela, un estudio filosófico? ¿Soy novelista?”
Mi cuento,
novela o vaya uno a saber qué, es esta narración más cerca del delirio que del
ensayo, vacilante y pretenciosa. Sí, fue pretenciosa desde el mismo momento de
la elección de Proust, lo admito. Un error, ya mismo me lo saco. No va conmigo,
además de que la ropa me queda grande. Lo elegí por su figura, por su imagen
tan particular y conocida, pero no me encuentro allí. Ningún miosotis perfumó
mi infancia y los bizcochos de grasa de mi abuela eran mucho más ricos y
crocantes que esas fofas magdalenas.
Continuará...
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